Desde hace
unos días, fui implementando en mis clases el juego grupal.
Al hacerlo,
siento que este aporte, amén de ser recibido con agrado por mis alumnos, nos
ayuda a practicar la atención plena ahora desde el compartir con el otro y con
ese “otro” que llevamos dentro, como diría uno de mis alumnos que, a decir
verdad, no es otro que nosotros mismos
y que, a partir del juego, se comienza a vislumbrar ya sea porque nos pone de
frente con el placer y la vitalidad, o con el ridículo de ¿cómo yo, adulto, voy
a ponerme a jugar? En cualquier caso, y una vez que el juego se echa a andar,
es mucho más probable que con la participación activa de todos los
involucrados, recuperemos la capacidad de jugar con total respeto y libertad en
lugar de continuar aferrados a una vieja y acartonada estructura.
Johan
Huizinga, en su libro Homo Ludens, dice: “el juego auténtico constituye
una de las bases más esenciales de la civilización. Es decir, el jugar forma
parte de nuestra historia, nos define como personas y como comunidad”.
Pese a ello, los adultos solemos
olvidar estas capacidades e inclusive volvernos serios o, mejor dicho,
solemnes, como si todo lo que hacemos fuese en sí mismo “importante” y por ello
más digno de atención que el mundo lúdico, creativo y espontáneo de los chicos.
Creo que parte del asunto de creer que como adultos
debemos ser serios siempre es a causa de habernos convencido de que “somos lo
que hacemos”, cuando en verdad, hagamos lo que hagamos o no hagamos nada, ya
somos. Pero, si sostenemos que ser es hacer, se entiende que acabemos
confundiendo la persona con el personaje, o sea, el Dr. fulano de tal termina
siendo “más importante” que la persona en sí, al punto de ser ésta la manera más
habitual con la que solemos presentarnos ante los demás.
Recordemos cuando de chicos decíamos:
¿jugamos a que somos...? Y ahí íbamos, seguros de ser indios, cowboys,
almaceneros o mamás de muñecas plásticas. Para el caso, lo que contaba era
creer a pie juntillas que eso era cierto, de lo contrario no hubiésemos podido
jugar nunca. Ahora bien, salvando las distancias y sin ánimo de minimizar
nuestras profesiones u oficios, cuando los ejercemos tan convencidos de “ser
eso”, ¿no hay un poco de actuación en ello? Digo actuación y no falsedad. Que
quede claro. Actuación que probablemente surja del mejor lugar de cada uno
pero, si miramos un poquito en perspectiva, notaremos cierta cuota de
teatralidad sin la cual, quizás, no nos sea posible llevar ese rol a cuestas.
Rol que termina dañándonos cuando nos mimetizamos con él y lo cargamos de
manera permanente a todos lados, en lugar de comprender que ese rol tiene
tiempo y lugar limitado.
Lo que no está limitado, salvo por
nuestros propios condicionamientos, y sobre todo cuando estos no son detectados
desde su costado más negativo, es el ser. Descubrirlo, puede requerir de volver
a jugar y sorprendernos de que aún está aquí, justo aquí donde nos encontramos.
Jugar con el cuerpo, con los
colores, los sonidos, las formas o lo que cada uno sienta deseos y posibilidades
de jugar.
Pensando un poquito más
profundamente, en lugar de menospreciar el juego, podríamos preguntarnos si
algo o muchas de nuestras cualidades y habilidades no son el resultado de
haberlas aprendido y practicado durante los juegos de infancia. O acaso, y a
modo de ejemplo, ¿el animarnos a andar en bicicleta o saltar de un trampolín aún
a riesgo de caernos no pudo ayudarnos a que hoy nos animemos a tomar decisiones
arriesgadas?
O saber relacionarnos con los demás
y crear equipos de trabajo, o simplemente el poder estar con otros en paz y
armonía aunque no estemos de acuerdo en algo, ¿no fue a causa de haber sabido
jugar en equipo con nuestros amigos del barrio?
El adulto que se adentra en el
juego, al igual que un niño, está más preparado para soltar sus viejas trabas y
represiones y abordar más creativamente las nuevas situaciones que presente la
vida. También aprende a relacionarse con sus emociones expresándolas más
sincera y naturalmente.
En términos de salud, jugar aporta
los siguientes beneficios, entre otros:
Reduce el estrés.
Estimula el sistema inmunitario.
Sube la moral y combate el
aburrimiento.
Aumenta la energía y la vitalidad.
Fortalece las relaciones
personales.
Inspira la creatividad.
Atrevernos
a jugar es atrevernos a mirarnos tal cual somos; sí, con lo que nos gusta y lo
que no nos gusta, también. Después de todo, no somos perfectos, como tampoco lo
son los juegos. Lo único que se requiere es tener ganas de jugar.
Yo voy a
jugar; vos, ¿querés venir a jugar, también?
Publicado por Claudio