viernes, 3 de abril de 2020

Nada como la costumbre, para zozobrar





Nada como la costumbre para zozobrar. ¿Cómo? Si, la costumbre, lo que por miedo a no tener de donde agarrarnos, psicológicamente hablando, amasamos a golpes de repetir y repetir sin dudar ni cuestionar día tras día.

La costumbre (que no es la rutina más o menos organizada para mantener ciertas actividades dentro de un orden regular) se instala sin pedir permiso, porque se lo permitimos y, una vez adentro del cuerpo y la médula no para de exigirnos garantía de que aquello que nos da algún atisbo de tranquilidad y seguridad, ahora que lo tenemos "todo controlado" no acabe jamás. Y no hablo de  comida, trabajo, dinero, techo, o afectos que todos necesitamos,; hablo de deslomarnos para que la imagen, esa careta, dicho con respeto, que lucimos sin más ni más y que fuimos construyendo, sobre todo a lo largo de los primeros años de vida y que llevamos a cuestas otros tantos años de adultez y muchas veces hasta la tumba, de penar en penar, de victoria en fracaso y de regreso y a la que solemos llamar, personalidad, no cambie ni se despeine, no sea cosa que no nos quieran más o, que si no tenemos la sartén por el mango cuan débiles y tristes podríamos acabar.





Vestidos unas veces de padres, empleados o profesionales; otras de deportistas, clientes, pacientes, maestros o albañiles, le suplicamos al destino que por favor no se le ocurra decirnos que esta vida, la del rol, la del personaje, puede ser de otra manera o, mejor dicho, que nuestra vida, esa que otros nos han dado y ordenado y que, en algún momento de completo despiste o inconsciencia, terminamos por llamarla nuestra, se le ocurra, justo ahora que todo marcha más o menos mal, pero acostumbrados, que se venga a nublar y nos agarre en medio del aguacero y con el paraguas quebrado. No, costumbre, por favor no cambies. Acurrucame en tus brazos calentitos de ingenua bonanza, no sea cosa que haya que despertar y saber lo que es amar de verdad…

Y a pesar de tanto buen pronóstico extendido en un cuerpo de ensoñación, resulta que un día de esos como otros tantos en los que esperábamos poder salir por la misma puerta, por costumbre nomás, se nos vino a cruzar de golpe y sin imaginarlo siquiera, un cros de derecha a la mandíbula que nos deja tumbados y sin una soga que manotear.
Ese día es hoy y fue ayer y van...y ¿cuántos quedarán todavía? ...mejor no; para qué contar si igual, hay que esperar.





Esperar en un confinamiento que, dicho sea de paso, no es muy diferente a ese en el que vivimos siempre y se llama, lo sepamos o no, sistema de creencias. Creencias maniatadas a fuerza de no caer en el abismo imaginario del no ser; del imperio del "yo", que siempre se apega a ser eso que tanto dice amar, a saber, sus muchos roles o, a lo sumo, el que más incremente su importancia y poder frente a los demás y. al que defiende a capa y espada, incluso, atacando a cualquiera que ose poner en riesgo su supuesta integridad, porque, en realidad, de lo que tanto se protege el pequeño “yo”, es de sí mismo. Y es que a nada le teme más el personaje que al hecho de enterarse que es sólo eso, un medio para la vida diaria. Un personaje con el que no nacimos y al que dejaremos cuando nos vayamos.

El sí mismo, el alma del personaje, el que pasa por todos lados y no queda adherido a nada ni a nadie. El que no necesita perfumes, ropa de moda o celular. El que no reclama estrellas, laureles ni jerarquías. El sí mismo siempre está, pero, demasiado ocupados en adornar al personaje, nunca o rara vez lo percibimos. Si supieras lo bello que es. Lo bello que sos…

Tan bello que cuando aprendemos a vivir desde el Ser, hasta el personaje se embellece de una luz cálida, de esas que no encandilan y hasta pueden invitar a otros a encender la suya.

Alguno rasgos del Ser: No rechaza ni alaba nada, sólo aprende a pasar por lo que ES. Y, como es de esperarse de alguien que aún guarda vestigios de humanidad mundana, aprender significa saber atender cuando algunos de esos rasgos obstaculizan la visión correcta y después seguir.





Pero, mientras tanto, hay que esperar. Esperar, nada se me ocurre más apocalíptico para una sociedad ajetreada y deseosa de que todo cuadre y se cumpla según lo convenido ( no se muy bien qué cosa es lo convenido ni con quién) pero, que, según se ve, hace correr a tantos para no llegar nunca a ningún lado y dejando en la carrera gajos irrecuperables de vida, alegría y paz.

Una vez notificados de que la realidad es esto que ahora nos somete (¿o debería decir, a lo que decidimos por miedo someternos?) y, como si estuviésemos en medio de un pavoroso incendio, llamamos urgente a que se presente la costumbre, (a la que muchos, seguros de saber que sólo sus costumbres son verdades incontrastables que hasta la confunden con sensatez y no, la sensatez es sólo posible tras mucho meditar y reflexionar, por lo tanto, la costumbre, ajena a tales cualidades, sólo apela a lo que es su estructura psicológica, la reacción es decir, ir hacia lo viejo, anquilosado y conocido; el pasado) para que nos salve de este suplicio y vuelva a llevarnos sobre suelo firme desde donde levantamos nuestro pequeño y estrecho mundo individual con sus consignas de: “sálvese quien pueda” , “Aquí ando, tirando o, "todo bien o, ¿te cuento?" Desde donde rezar un poco, criticar aquí y allá que de seguro la tormenta pasará, porque la culpa siempre es de alguien más, pero...no.
Un rotundo no grita sin piedad desde el fondo de la verdad desnuda y cruda develando que nada, o casi nada de lo que creíamos se cumplirá.

¿Y ahora? ¿quién podrá ayudarnos? ¿Quién si los super héroes están en las películas? (aunque no faltan los que se inventan uno con tal de huir del desamparo de estar en compañía de ellos mismos) No hay super héroes que se puedan convocar ni milagreros. No hay nadie más que nosotros mismos. A lo sumo, están aquellos seres humanos que van pudiendo intuir,, cuanto más son en verdad, de lo que ese, muchas veces triste actor que jugamos,convencidos de SER, ES.

Esperar a que pase la peste, el virus y no se qué más, pero eso sí, lo que nunca termina de pasar es el miedo, O. que duda cabe que corren buenos tiempos para los habitualmente espantados de su mismísima sombra. Para los que se agolpan delante de los noticieros a mamar como borregos hambrientos de mala leche.

Esperar sí, pero, no en vano, pues, si hay que aguardar a que capee la tormenta entonces, que mejor que hacer eso de lo cual tantas veces te justificaste como incapaz por falta de tiempo y no se cuantas excusas más que es, quedarte quieto, en silencio y dejar que tu Sí mismo te hable.
Que tu Sí mismo sea escuchado y quizás, así, en una íntima reunión con vos mismo te reconozcas y te abraces, empapado de emoción y sanes. Y que cuando retornes a la costumbre, no sea ella la que mande sino, tu corazón. Sintiéndolo latir al ritmo de tu dicha, de tu bienaventuranza. Y que, a lo sumo, manotees de la costumbre, eso que te hacer reír como cuando estás con tus amigos tomando un mate. O te hace emocionar, como cuando miras a tu amor sin que el otro lo note y al fin descubras que, la realidad no está en la televisión (menos aún en los noticieros) y sí en un árbol, en un pájaro, en mirar el cielo o mojando los pies a orillas del mar.

Que la realidad, ahora sanado y reconciliado con los viejos, con tus heridas del pasado, te enseñe cómo es eso de amar sin esperar ni negociar.
Que saques a pasear tu persona con dignidad, humildad y la sabiduría que emerge del dolor para bien de tu vida y la de todos los que la hacen posible.
Y probablemente, el único milagro que me permitiré nombrar es, que no tengas que andar con barbijo ni guantes porque, si hay algo que estando en calma no te pescaras, es de la idiotez de temer y desconfiar.

Shodo Rios