lunes, 30 de agosto de 2010

La taza de té


Según una vieja leyenda, un famoso guerrero, va de visita a la casa de un maestro Zen.
Al llegar se presenta ante éste, contándole de todos los títulos y aprendizajes que ha obtenido en años de sacrificados y largos estudios.

Después de tan sesuda presentación, le explica que ha venido a verlo para que le enseñe los secretos del conocimiento Zen.

Por toda respuesta el maestro se limita a invitarlo a sentarse y ofrecerle una taza de té.

Aparentemente distraído, sin dar muestras de mayor preocupación, el maestro vierte té en la taza del guerrero, y continúa vertiendo té aún después de que la taza está llena.

Consternado, el guerrero le advierte al maestro que la taza ya está llena, y que el té se escurre por la mesa.

El maestro le responde con tranquilidad "Exactamente señor. Usted ya viene con la taza llena, ¿cómo podría usted aprender algo?".

Ante la expresión incrédula del guerrero el maestro enfatizó: "A menos que su taza esté vacía, no podrá aprender nada"


Cuento Zen



Publicado por Claudio

domingo, 22 de agosto de 2010

El japonés loco




El artículo que días atrás subí al blog sobre la vida de Masanobu Fukuoka fue leído por varias personas, entre ellas, Alejandra, una de mis alumnas. Alejandra me comentó que, al hacerlo, sintió que daba un salto inmediato a su infancia, pues el japonés de mi nota le recordó a otro señor de aquellas lejanas tierras orientales que un buen día había recalado por su barrio. Un barrio del sur del gran Buenos Aires que, como muchos otros, tenía entre sus parroquianos a ese personaje mal tildado de “loco” al que, a pesar de los pesares, siempre acababa por ganarse el cariño de más de uno y, sobre todo, el de los chicos.
Aquí paso a narrarles la particular vida de “el japonés loco”, como Alejandra me la contó.

Cuando Alejandra era muy chiquita, unos tres años, según recuerda, llegó a su barrio, allá por las cercanías de la estación de José Mármol, un japonés que, según decían, había escapado de la guerra. Hablaba solo y no se le entendía nada. Todos aseguraban que estaba loco.
Primero, vivía en la calle, y un tiempo después, la peluquera del barrio, que compartía casa con su madre ya muy anciana, lo dejó habitar el terreno de al lado, en el que los yuyos alcanzaban a sobrepasar el metro de altura.

"Hito", así se llamaba, armaba su casa tejiendo los yuyos altos y gruesos con otros más finitos, ante la mirada incrédula de todos los chicos del barrio que, a la hora de la siesta, se escapaban para verlo, bajo la advertencia de no acercarse al "japonés loco", al que la mayoría de los adultos temían. Muchos adultos le temían, menos Nana, que también había pasado guerra y hambre, y Aída, su nuera, que por naturaleza o por conocer su propósito en la vida, amadrinaba a todo aquél que lo necesitara.
Por aquellos días de inviernos ríspidos y veranitos de vereda y charla hasta entrada la noche tarde, Nana y Aída - me comenta Alejandra con la voz entrecortada - se convertirían para mí en abuela y madre, de ésas que nos da la vida y que adoptamos sin dudar. Hadas protectoras, compinches, sanadoras de Merthiolate y beso; de pasado recio y cicatrices, pero sin tiempo para mirar atrás. Es más - señala - pensaba entonces y también ahora que tanto era el amor que cabía en esas mujeres que no podían otra cosa que regarlo a los cuatro vientos, si hasta el japonés, a su modo, les decía “familia”.

Poco a poco, Hito fue levantando paredes y techo de yuyos tejidos que cortaba con las manos haciendo una especie de cuadrados en la tierra, y en los pocitos que quedaban ponía semillas y las tapaba con tierra flojita que esparcía frotando las manos mientras les señalaba a los chicos el sol y la bomba de agua... Otro modo de decir y practicar: “enfócate en tu dicha que el Universo hará el resto”.

Con las bolsas de arpillera que le habían dado, se cubría del frío, y a veces, cuando salían los chicos rumbo a la escuela muy temprano, en medio de la escarcha, encontraban los lugares que Hito había sembrado, tapados con esas mismas bolsas.

El japonesito loco fue volviéndose parte del paisaje, de las calles empedradas, de la estación del ferrocarril, del almacén de la esquina, de las casas bajas.
Mientras tanto, sus verduras fueron creciendo lenta y sabiamente, ayudando a tejer otros lazos, en este caso, los de él y las gentes del barrio; lazos que derribaron prejuicios, dudas, miedos, y hasta enseñaron que la locura, de alguna manera, también era un poco de todos y que la “cordura” se curaba con una buena porción de amor a mano llena, como cuando él, sonriente, daba sus verduras a sus vecinos repitiendo las dos únicas palabras que había aprendido: “sí” y “gracias”. Como si se precisaran muchas más, ¿verdad?

Hito nunca dejaba de sembrar. Si bien con el tiempo y algo de ayuda, tuvo su casucha de material con puerta de chapa, eso no daba razón para abandonar la casita de yuyos tejidos; y es que allí guardaba sus tesoros: las semillas, el balde con agujeritos y las bolsas de arpillera...
Alejandra me relata esto con la misma mirada de incredulidad con la que seguro veía a ese hombrecito hacer de ese pajonal un verdadero vergel.

Por las noches, cuando los grandes miraban televisión y los chicos jugaban a las escondidas en la calle, él, con la vista en las estrellas, fumaba su pipa y hablaba solo... como de costumbre, sumergido en su particular misterio, ése que a muchos tanto les fascinaba, pero que Hito sabía guardarse para sí.
Cuando lo veía de esa manera - rememora Alejandra - absorto en su mundo interior, en su cielo de luna y estrellas, me preguntaba si realmente vendría de Japón, de otro planeta o era un ángel y que por eso nunca supimos entender muy bien lo que decía.

Pero la verdad es que con los años, poco acabó importándoles su lenguaje o de dónde vendría, les bastaba ver lo que hacía y cómo se comportaba, aprendiendo a respetarlo y dejarlo tranquilo vivir su vida, porque en el fondo presentían que, de alguna manera, él también los ayudaba a vivir la suya.
Tanto es así que cuando jugaban en los vagones del tren, en las vías muertas de la estación, él se sentaba lejos en el callejón, sobre los durmientes, como quien mira sin mirar, pero sus ojos no se apartaban de los chicos ni por un segundo. Nana le traía, como todas las tardes, pan de naranja y mate cocido, y le decía algo en italiano. Riendo, Alejandra me confiesa: nunca supimos cómo se entendían esos dos, aunque para la compasión no hacen falta palabras, ¿no? El se comía parsimoniosamente su merienda y no se movía de allí hasta que cada uno se iba a comer su merienda, cada quien a su casa.

Como ocurre siempre en estos y otros barrios similares, algunas casas comenzaban a sufrir los embates de la modernidad y eran derrumbadas, y con ellas, las paredes escritas de llanto, sopa, navidades, esperanza y humo de espiral. Vecinos nuevos llegaban a aposentarse en sus novedosos departamentos, como nichos, entre los que rara vez se verían; y a medida que nuestros huesos se alargaban y el horizonte se volvía más tentador, nos íbamos marchando, me cuenta Alejandra con los ojos húmedos. Y agrega: pero, en el fondo, tengo la impresión de que nunca nos fuimos del todo, o quizás, siempre estamos regresando, como decía Pichuco, igual que ahora, cuando al leer cómo Masanobu Fukuoka ocupa su existencia sembrando la tierra con semillas de mandarinas, tomates o arroz, vuelvo otra vez al barrio, a todo aquello, al menos por un rato, para agradecerle a las Nanas, a las Aídas y a ese japonés loco, más cuerdo que muchos de nosotros, por haber sembrado ese pedacito de tierra en mi amado José Mármol, lo mismo que en mí, aquí, ¿ves?, justo aquí, en mi corazón y en nuestras almas.





Publicado por Claudio

domingo, 15 de agosto de 2010

El señor de las semillas



Mientras releía uno de mis libros de preferencia, Yoga del Agua del autor Carmelo Ríos, reparé en un capítulo dedicado a hombres y mujeres comprometidos de diversas maneras en ayudas humanas y planetarias, entre los que se destacaba un tal Masanobu Fukuoka. Coincidentemente por estos días, una amiga muy querida, que lleva varios años radicada en España, me envió por Internet un boletín sobre Vegetarianismo en el que también aparecía un artículo sobre el señor Fukuoka.
Atendiendo a estas señales, nada casuales para mí, decidí dedicarle al Sensei Masanobu Fukuoka unas cuantas líneas en mi blog para que ustedes también conozcan un poco de la vida de este casi nonagenario japonés, que desde hace cincuenta años lleva adelante la tarea de “sembrar de semillas el mundo”.

Poeta, filósofo, escritor y científico de profesión, Masanobu Fukuoka, un buen día decidió abandonar su función gubernamental como científico e inspector en el Departamento Agrícola de su país, quizás por notar espantado cómo los humanos íbamos cayendo en tan dramática desnaturalización, y recluirse en su pequeña granja con la intención de “Estar aquí, cuidando un pedazo de tierra, en plena posesión de la libertad y plenitud de cada día”, como él dice.

Su amor incondicional, universal, tierno y compasivo hacia la naturaleza hizo que transformara montañas yermas en verdaderos jardines de plantas, flores y bosques.
Un edén que ha construido con sus propias manos, sin recursos, sin productos químicos, a prueba y error, logrando reverdecer, como digo, zonas inhóspitas.
Fukuoka explica: “Hace más de cincuenta años planté las primeras semillas, al año siguiente traje pájaros y animales. Dios se ocupó de hacer lo demás”.

Masanobu Fukuoka piensa que la clave de la regeneración de la vida en el planeta Tierra se encuentra en las semillas. En efecto, las semillas que tanto ama son portadoras de un KI (energía) muy poderosa (en excavaciones arqueológicas se han encontrado granos de maíz y trigo datadas hace miles de años, que han visto germinar en laboratorios), capaz de almacenar la información genética y del secreto designio del universo.
La difusión de esporas o semillas es el sistema más comúnmente utilizado por la Madre Naturaleza, ya se trate de un fruto, de un ser vivo de cualquier especie o de un cometa. Los cometas, como espermatozoides gigantescos, sembrando las semillas de la vida a través del útero cósmico.

Son muchos los seguidores de la sencilla doctrina del maestro Fukuoka.
Esta doctrina proclama: “Hacerse a un lado, abrir la puerta, dejar entrar el milagro de la vida en nosotros mismos, en cuanto nos rodea. Sólo dejar obrar a la fuerza misteriosa de la naturaleza. Las hierbas y las malezas han sido mis maestros. Ellos me han enseñado esta forma natural de plantar y cultivar”, afirma.

Hace años, Fukuoka hizo un genial descubrimiento, que él minimiza diciendo que “sólo me ocupé de imitar a la naturaleza”. Simplemente mezcló semillas con arcilla, primero a mano y luego con la ayuda de una hormigonera, hasta convertirlas en bolitas de vida que arrojaba a los cuatro vientos. De esta manera, evitaba que las semillas fueran comidas por los pájaros. Luego la lluvia hacía el resto de la tarea deshaciendo la arcilla y enterrando la semilla.
Lo que parece una manera revolucionaria de sembrar es, en realidad, el haber tenido la sensibilidad y observación suficientes para notar cómo la naturaleza hace su trabajo y simplemente, seguir el mismo curso.
Esto lo llevo a sus Cinco Principios de Cultivo Natural.

Primero: No labranza, no voltear la tierra. Ella se cultiva a sí misma por medio de las raíces de ciertas plantas, microorganismos y lombrices.

Segundo: No al uso de fertilizantes químicos-sintéticos o incluso composta preparada. Si a la tierra no se la explota, el suelo tiende a mantener naturalmente su fertilidad.

Tercero: No desyerbar por labranza o herbicidas. Las “malas yerbas” no existen; lo que hay es un mal uso de las plantas, pues las hierbas juegan un papel importante en la fertilidad y balance de la comunidad biológica.

Cuarto: No usar pesticidas químicos-sintéticos porque estos matan indiscriminadamente la
riqueza biológica del suelo, aire y flora. Las plagas son producto de monocultivo y suelo artificial sin humus.

Quinto: No podar. Los árboles y plantas deben seguir su propia forma natural y eso evitará la necesidad de poda.
Fukuoka sostiene: “No necesitamos dinero ni organizaciones, sólo sembrar con el alma para que crezcan mejor. Cuando sembramos, somos como Dios”.

Para Masanobu Fukuoka, la naturaleza es una unidad. No hay principio ni final. Sólo flujo interminable y una metamorfosis continua de todas las cosas. “Hay que observar actuar a la naturaleza a distancia, sin intervenir, y regresaremos a ella porque también somos parte de ella”.
Por debajo de esta sencilla doctrina, se esconde una verdad estremecedora: desposeerse de uno mismo, purificarse, retornar a la suprema sencillez, no interponerse, dejar hacer.
Su experiencia en el terreno científico lo colocó en una postura sumamente crítica ante la manipulación genética de los alimentos, la clonación y otros “avances” científicos, por estar estos en manos de seres humanos con escasa capacidad moral para comprenderlo y utilizarlo según la suprema ley de la armonía que rige el universo. “La ironía es que la ciencia ha servido solamente para demostrar cuán pequeño es el conocimiento humano”, sentencia.

Fukuoka vive básicamente de la venta de sus frutas y verduras orgánicas, cultivadas en su huerta, la cual consiste en media hectárea para el cultivo de arroz, cinco para naranjas y mandarinas, flores, plantas medicinales y de olor, verduras creciendo entre los árboles, hierbas silvestres y frutales.

Leyendo todo esto, puedo trazar un paralelismo con mis actividades, Chi Kung, Shiatzu, Reiki, Meditación... que a la hora de aplicarlos, como Fukuoka sus semillas, trato de hacer lo que hay que hacer sin interferencias para que sea el propio cuerpo quién tras la vivencia o estimulo recibido, haga su particular proceso, hasta alcanzar el flujo armonioso de su circulación energética.
Al ver cómo esto se genera, también me surgen estas preguntas: ¿qué otras trascendentes semillas podríamos sembrar adecuada y concientemente y, al igual que Fukuoka, hacerlo sin forzar a la naturaleza a sumirse a nuestros caprichos inseguros y temerosos? ¿Semillas de odio, ira e ignorancia, o de amor, tolerancia, y compasión? Que cada uno nos sintamos responsables y libres de optar lo que deseemos sembrar, sabiendo que eso cosecharemos.

Por último, les dejo estas palabras del Maestro, mientras arroja semillas, arropado a la usanza del campesino japonés, sonriente, de barba blanca y con su sombrero de paja: “Deberías esparcir la tierra de semillas y después danzar y tocar el tambor, para atraer la lluvia”.



Fuentes consultadas:
Libro: Yoga del agua – autor Carmelo Ríos de Ediciones Gaia.
Página web: www.tierramor.org

Publicado por Claudio

sábado, 7 de agosto de 2010

El camino del cielo y del infierno


He notado lo complejo que resulta percibir de qué manera nuestros pensamientos influyen sobre nuestra vida cotidiana. Tanto si estos son pensamientos “positivos” como “negativos”.
Seguramente se podrían esgrimir varias explicaciones al respecto; en cuanto a mí, pienso que una causa posible es que en nuestra cultura occidental, lo que hemos cultivado considerablemente ha sido el terreno intelectual y racional (cabeza) en desmedro de la intuición y la percepción (cuerpo).

El cuerpo aún continúa siendo un paisaje poco explorado. Por tal razón, la tarea de observarnos acaba siendo poco sencilla. Y cuando sí conseguimos aventurarnos en él, pensamos: Me está pasando algo raro, nunca antes había sentido “estas cosas”.

En realidad, nada “raro” ocurre. Es que por primera vez nos hemos ocupado de “mirar” en nuestro interior y de escucharlo con la intención de comprender qué es lo que nos está queriendo decir. No es muy diferente de cuando aprendemos algo por primera vez. También en ese caso nos toparemos con situaciones extrañas, hasta que se nos vuelvan familiares y conocidas.

Eso sí, es importante saber que el cuerpo, nuestro cuerpo, tiene su particular modo de hablarnos, y que para entenderlo, no precisamos salir corriendo al shopping a comprar ningún traductor especial. Con unas buenas dosis de quietud, calma, silencio, paciencia y perseverancia alcanzan.

Se hará cuesta arriba conocer el camino del cielo y del infierno si continúa habiendo mayor interés en lo que pasa allá afuera que en querer saber lo que ocurre aquí adentro.
Para muestra…


Cuento Zen

Un Samurai de fama y fuerte carácter, luego de recorrer un largo camino, se dirige a una escarpada montaña, lugar en el que habitaba un solitario y sabio maestro.

Cuando el guerrero llega a la morada del sabio, luego de una agotadora jornada, saluda respetuosamente al monje, el cual guarda silencio sin moverse de su posición.

Luego le dice: He venido hasta aquí desde muy lejos para saber de un sabio como usted ¿cuál es el camino hacia el cielo y el infierno?

El monje impasible mantuvo el silencio sin mirarlo siquiera.

El guerrero, algo irritado, le increpa diciendo: ¡He subido esta escarpada montaña, he recorrido un largo camino en busca de sabiduría y quiero que me responda ¿cuál es el camino entre el cielo y el infierno?!

El monje no mostró siquiera un cambio de actitud, como si fuera una escultura.

El guerrero reaccionó sulfurado e iracundo diciendo: ¡¡He hecho un gran esfuerzo por estar aquí, no permitiré que me faltes así el respeto!! Y levantó su espada con la cierta intención de darle muerte.

En ese momento, el monje levanta su mano indicando con su dedo índice al guerrero y exclama con voz firme: ¡Ése es el camino del infierno!

Sorprendido y avergonzado, el guerrero envaina lentamente su espada.

El monje con voz tranquila le dice: Ése es el camino del cielo.
Publicado por Claudio

miércoles, 4 de agosto de 2010

Risa

Cuando vos te reís
yo me río

en la risa no hay vos, ni yo
sólo risa a panza llena,
risa
entre la tierra y el cielo
que también ríen.
Publicado por Claudio

domingo, 1 de agosto de 2010

Meditación y neurociencia

Desde hace más o menos unos diez años a la fecha, neurocientíficos Norteamericanos y Europeos, están llevando acabo intensas investigaciones sobre los procesos cerebrales durante la práctica de la Meditación.

La constante curiosidad del propio Dalai Lama por la realización de estos estudios, motivó fuertemente sobre buena parte del mundo científico.

En los exámenes realizados hasta el presente, se observan no sólo cambios en los patrones neuronales, (como que Meditar estimula áreas del cerebro que normalmente se activan cuando nos sentimos felices), sino también la marcada mejora en enfermedades tales como:
reducción de infartos y derrames cerebrales, fortalecimiento del sistema inmunológico, hipertensión, estrés, insomnio, etc.

Por otra parte los Meditadores estudiados (no sólo se realizaron investigaciones en Meditadores de muchos años de experiencia, como sucedió con el propio Dalai Lama o el Monje Budista Mathieu Ricard, también se estudia a personas novatas en la materia), afirman que la asiduidad de la práctica Meditativa produce cambios substanciales en el comportamiento. Y sito al propio Mathieu Ricard: La meditación nos libera de pensamientos y actitudes negativas que nos hacen sufrir (ira, apego, orgullo, posesividad, envidia...) y continúa diciendo -
Por supuesto que, no se trata solo de querer y hacer, hay que transitar un largo entrenamiento que conducirá, a fin de cuentas, a una verdadera transformación interior.

El Monje Khenpo Sangpo Bodh que participara de estas investigaciones y visitara la Argentina recientemente, dió también testimonio de su propia práctica:
Cuando la gente vive con intenso movimiento, tiene dificultades para encontrar la calma. Pero la mente es como el agua: si se mueve no permite ver el fondo, en cambio cuando está limpia, todo se refleja.

El hallazgo más reciente sobre el poder de la meditación,

proviene del laboratorio de Neuroimágenes de la Universidad de California, Estados Unidos.
Allí, la investigadora Aileen Luders demostró que meditar no sólo produce cambios en el funcionamiento cerebral, sino que también los genera en la estructura misma del cerebro. “Los meditadores tienen más materia gris en las zonas del cerebro relacionadas con las emociones”.
Con tecnología de última generación los científicos compararon los cerebros de 44 personas: 22 de ellas sin antecedentes en la práctica meditativa, y las restantes con entrenamientos que iban desde los 5 a los 46 años de Meditación diaria.
Ante lo verificado, la Investigadora se preguntó:
¿Cómo llegan los meditadores a generar más materia gris?. Del mismo modo que cuando se ejercita con frecuencia el tono muscular, el cerebro también ve incrementadas aquellas áreas que reciben mayor estimulación.
De ahí que hoy se sostenga firmemente el concepto de “Plasticidad cerebral”. Concepto basado, precisamente, en la ductilidad que dicho órgano posee ante los cambios en los patrones de conducta y paradigma.

Un dato valioso a considerar es que actualmente se está utilizando la Meditación como herramienta terapéutica tanto en Escuelas (primarias y secundarias) como en Penitenciarías de diversos países.
El motivo de su aplicación es claro y evidente:
Cuando cambia la mente cambia todo, no solo por que se ve al mundo de otra manera, sino por que el cambio de uno provoca cambios en los demás.

Por lo tanto y para que nadie suponga que la Meditación es una práctica exclusiva de unos pocos, vale saber que cualquier persona que así lo decida y quiera, podrá acceder a ella y comprobar por sí misma sus efectos y resultado.









Publicado por Claudio

Chi Kung contemplativo


La esencia del camino perfecto es profunda y vejada de tinieblas; su culminación es misteriosa y acabada en el silencio.
Que no haya allí ni visiones ni audiciones; envuelve el espíritu en quietud y el cuerpo se endereza...Cuando el ojo no vea, el oído no escuche y la mente no conozca, tu espíritu protegerá tu cuerpo y éste gozará de larga vida.
Sé cauteloso con lo que está dentro, guárdate de lo que está fuera, pues es dañoso conocer en demasía.

Entonces te conduciré por arriba del Gran Resplandor (cielo), hasta la fuente del perfecto yang; te guiaré a través del portal Oscuro y Misterioso (tierra), hasta la fuente del perfecto yin...Solo tienes que preocuparte de guardar tu cuerpo; entonces las demás cosas se desarrollaran vigorosas.

Chuang Tze

Publicado por Claudio