viernes, 25 de octubre de 2019

Te vi (un encuentro conmigo)



Te vi
por un resquicio que dejo el apuro y otros asuntos
te vi
Te vi con tu flequillo rubio, la cara redonda y sonriendo
siempre sonriendo.
Estabas sentado en tu mansedumbre y en el umbral de la vieja casa después de la siesta.
Mirabas el barrio con ojos de quien está descubriendo el mundo y también, con ese indescifrable destello del que sospecha que alguna vez anduvo por aquí pero que, de puro contento, no se molesta en averiguarlo.
Te vi de brazos ofrecidos como panes para quien los necesitase; y vi a mamá, que te vigilaba desde el fondo del patio mientras colgaba la ropa; y a las vecinas, que ninguna se permitía pasar por tu lado sin antes llenarte de besos.

Al mirarte en tu bendita inocencia me pregunte: ¿no era yo, ahora adulto, quien debía ir a tu encuentro para aliviarte las heridas, devolverte los abrazos y decirte que ya está, que todo paso y que es hora de guardar las garras y amansar el miedo? o, ¿sos vos quien, en verdad, me llama para invitarme a regresar a casa, al hogar de la tierna existencia con la candidez que va quedando, luego de ir aprendiendo a soltar las pasiones y las guerras?

En cualquier caso, querido amigo de alma vieja, me sentare a tu lado para recordar cómo era mirar el cielo y los árboles cuando tenía tu cuerpo y tu tiempo, para dejar que algún día nos visiten las respuestas, las que siempre llegan cuando se han olvidado las preguntas y simplemente, vos y yo, vos, que sos yo, juntos y completos, volvamos a patear una pelota en la cansada vereda donde descubrir, como decía la abuela, que la vida es tan solo un juego que solo conoce el que se atreve y lo juega.
Dale patea, corre y reí, amado íntimo del flequillo claro, antes que nos llamen los viejos porque está la cena, y el sol se muera.

Claudio Daniel Shodo Rios


lunes, 21 de octubre de 2019

La cacerola azul

Cuando la nobleza de la materia y la templanza del acero vuelven vitales lo inorgánico, la vida gana un brillo exquisito.





Así lo sentí mientras lavaba una cacerola enlozada a la que llamo, "la madre de las batallas duras",. porque me acompaña desde un tiempo que ya no recuerdo; siempre dispuesta a recibir en su bocaza sin tapa (la que alguna vez la revistió de cierta elegancia pero que, vaya uno a saber en que rincón termino,) todo lo que allí vierto para compartir y nutrir el cuerpo y el alma de propios y ajenos.
Se me ocurre pensar que rara vez le dispensamos un gesto amoroso a los cacharros, utensilios y artefactos que utilizamos para preparar nuestros alimentos. Quizás sí lo hagan, con cariño y esmero, los hombres y mujeres que aman el arte de crear universos culinarios, no sólo por su valor económico o el afecto incluido de quienes se los hayan obsequiado, también, por el lazo de amor que se cuece entre el Tenzo (cocinero en japonés) y sus trastos de cocina. Un amor que va madurando al cortar, amasar, revolver, mezclar o macerar cada producto, cada ingrediente que este misterioso planeta nos prodiga en una convivencia diaria, donde esos implementos también son golpeados, quemados y rasqueteados hasta dejarlos nuevamente prestos para la faena siguiente.

Así sucedió, les narraba, cuando al lavar mi cacerola azul, un sincero y desprendido afecto me surgió hacia ella, que hasta podría decir que la sentí casi viva entre mis manos No pude evitar que esa emoción la ungiera de gratitud por darme tanto sin quejarse, sin reclamar a pesar de haberla sometido a todo tipo de avatares y yerros, los que más de una vez la pusieron al borde de su extinción. Sin embargo y pese a tanto trajinar entre preparaciones de mermeladas, pastas, verduras al vapor, polentas, arroces y legumbres, no ha dejado ni por un instante de estar dispuesta para lo que se precisase cocinar.

Entiendo que puede resultar algo extraño ver en un objeto inanimado rasgos de “vida” pero, lo que no puedo obviar, es el valor añadido a un instrumento de cocina más por su generosidad inclaudicable que por lo costoso del metal con el que fue construido o la estética de su diseño.
Y es que aún viejita y maltrecha, esta cacerola no se permite el lujo de retirarse ni de dejarme solo en mi intento, muchas veces torpe, por aprender el bello arte de cocinar. Arte que, en el budismo zen, es comparable a la práctica de zazen, ya que se trata de descubrir lo extraordinario en lo ordinario, en lo cotidiano, es decir, descubrirse en uno mismo.
Tanta trascendencia tiene la cocina en el budismo zen que, el maestro fundacional de la escuela soto zen, Eihei Dogen, escribió en el siglo XIII de nuestra era, un tratado al respecto titulado: Tenzo kyokun, (instrucciones para el cocinero de un monasterio) donde relata de modo pormenorizado, el uso y trato apropiado y correcto que debe prodigarse al alimento como a todo lo que involucre las múltiples tareas en ese recinto.





Por consiguiente y como durante zazen, cocinar se practica con atención, disciplina, diligencia y sensibilidad. Dicha práctica se aprende a realizarse con respeto, humildad, entrega y servicio para el bien de uno y de los demás. En consecuencia, no olvidemos que, a la hora de tratar con los enseres o cachivaches, estos fueron creados no sólo para su utilidad práctica, también para cocinar nuestra vida y que huela rica.
Si así sucede, de seguro que el aroma expelido, despertara en más de uno la confianza y la convicción por ponerse el delantal o, el samu-e (ropa de trabajo y práctica de zazen) para ir directo y decidido a disolverse en el corazón jugoso de nuestra propia naturaleza Búdica e inabarcable.

Shodo Rios