viernes, 23 de agosto de 2013

El cuerpo del otro





Tras dieciocho años de ejercer mi profesión y habiendo tenido la ocasión de tratar con numerosas personas que pasaron y pasan por mis clases de Chi Kung como por las sesiones de masajes o las prácticas de zazen, no puedo resignarme a tomar como “normal” el trato poco o nada afectuoso y respetuoso que muchas o varias de ellas tienen sobre sí mismas y sus distintas manifestaciones físicas o anímicas. Esto es, escucho y observo cuánto maltrato existe en relación a uno mismo a la hora de tener que enfrentar alguna circunstancia desfavorable con su propia salud. Palabras agraviantes, enojosas o de absoluto rechazo dirigidas hacia la enfermedad sin notar que, en realidad, esas palabras recorren siempre un camino circular, o sea, hacia uno mismo, pues cuando insultamos a un músculo contracturado o a alguna afección orgánica, por ejemplo, no notamos que esa manifestación, cargada de una profunda conmoción emocional nace en nosotros mismos y, aunque en el recorrido alguien se vea salpicado, la vibración emitida vuelve al mismo lugar desde donde partió, es decir, a nosotros mismos, y con el agregado de que, muy probablemente, se vea aumentada dicha situación.

Podríamos dedicar páginas y páginas a las muchas causas que obedecen a este tipo de automaltrato, de hecho, el psicoanálisis ya nos habló sobre la pulsión de muerte que subyace en todo ser y que, en ocasiones, es la única fuerza que prevalece para “vivir la vida”, aunque paradójicamente y de seguro muy lejos de la conciencia de quien la manifiesta, sólo acabe conduciendo al único lugar posible para sí mismo o incluso para los demás, que es la misma muerte.

Por otra parte, y recordando cierto postulado que reza aquello de que lo importante suelen ser las preguntas y no tanto las respuestas, la pregunta de ¿por qué la autodestrucción? ha sido para mí un motor que me ha invitado siempre a la indagación, al conócete a ti mismo; no importa si ese uno mismo un buen día nos termina por revelar nuestra verdadera identidad, lo que sí me agrada es el camino incierto, inesperado y sinuoso que la sola pregunta genera.
Sumo dentro de esta pregunta actitudes que muchas veces no son consideradas como autoaniquiladoras, por ejemplo, me suelo preguntar: ¿acaso correr denodadamente en busca de metas materiales, de las que casi nunca nos vemos lo suficientemente satisfechos, no es un modo concreto de autodestrucción?, sobre todo si en ello va en juego nuestra salud y las relaciones afectivas implicadas. ¿No resulta un verdadero desperdicio saber que, a diferencia del resto del mundo animal, somos los únicos que tenemos conciencia de nosotros mismos como de nuestras acciones, pensamientos o palabras y, así y todo, no son tantas las veces las que sabemos cómo usar dicha conciencia? ¿No es la falta de indagación sobre uno mismo lo que lleva a muchas personas a ser meros repetidores de las palabras de otros, aumentando de ese modo la ignorancia de no comprender que las palabras de otros  son, cuanto mucho, sólo puntos de vista y, como todo punto de vista, relativo? O sea, ¿qué nos impide pasar de la creencia al saber? (Saber: conocer por la propia experiencia. Creer: repetir como propias las palabras/experiencias de otros)
¿No son siempre las justificaciones las que vienen al rescate a la hora de explicar por qué no dejamos de hacer aquello que nos daña, en lugar de aprovechar dicha situación para indagar y encontrar las causas de tanta justificación autodestructiva?





Cuando  insultamos al dolor o a la enfermedad, ¿a quién suponemos que estamos maltratando? ¿A alguno de nuestros padres por lo que estos pudieron haber depositado en nosotros, a los seres queridos porque no nos comprenden, al sistema de salud o al médico que “no nos cura” como pretendemos? ¿Es el cuerpo sólo un manojo de músculos, huesos y tripas que pueden funcionar separadamente de todo lo demás? ¿Es por esta creencia del cuerpo como una sumatoria de partes que también creemos que la enfermedad viene de afuera y por ello buscamos el remedio afuera?
¿Qué lleva a una persona a la creencia de que sus acciones o faltas no tienen ninguna influencia sobre su salud, la idea fuertemente arraigada de que si hay un Dios que lo ve y controla todo, es sólo Él quien tiene potestad sobre nosotros y nosotros somos tan siquiera meros títeres de sus caprichos o designios?
Ejemplo: ¿Quién decide comer cualquier cosa sin observar sus consecuencias a corto, mediano o largo plazo, la comida por sí misma, la cultura imperante como si ésta tuviese autonomía fuera de nosotros o cada uno al momento de hacerlo?






Es interesante observar cómo desde el lenguaje también eludimos la relación con el cuerpo, al mencionar en tercera persona a nuestros órganos, al decir, por ejemplo: “el hígado”, “los dientes”, “la mano”, como si estuviésemos hablando de las “partes” del cuerpo de otro, al mismo tiempo que señalamos el nuestro.
Probablemente no tenga gran significancia decir esto, pero no olvidemos que también nos estructuramos en rededor de una lengua, de sus significados y, sobre todo, de la intención o emoción que conllevan.
Desde ya que no pretendo que a la hora de nombrar a cualquiera de nuestros órganos o sistemas lo hagamos en primera persona: “mi hígado”, pues también queda librada a la reflexión, hasta qué punto soy dueño de “mi cuerpo” y quién sería “ése” al que le otorgamos el rol de propietario, o si soy tan sólo tiempo y energía que fluye, como todo tiempo y energía lo hace, ahora en este cuerpo humano, mañana en polvo o moléculas de algún otro cuerpo.
Cuerpo humano, cuerpo árbol, cuerpo animal. La naturaleza en su infinita sabiduría no hace ni más ni menos que lo que les es imprescindible. Lo fundamental en nosotros es la naturaleza expresada en un cuerpo sin el cual nada de lo que llamamos nuestra vida sería posible, entonces ¿ si no hay nada que podamos hacer, tener o desear sin un cuerpo humano, por qué ese solo hecho no es razón suficiente para amarlo, cuidarlo y respetarlo? ¿Qué lugar suponemos que ocuparía nuestra individualidad con todos sus componentes materiales, afectivos, familiares y sociales si no tuviésemos o fuésemos un cuerpo humano?


Aunque duela admitirlo, no hay ser humano que no haya atravesado algún trauma durante la niñez o el período prenatal. Por consiguiente, esa huella más o menos marcada en cada uno continuará latiendo en nosotros bien guardadita en el galpón de atrás, como lo llama un amigo, es decir, en el inconsciente, y cristalizando nuestra vida a su alrededor, excepto si logramos atrevernos a embarquemos en el siempre duro pero fascinante viaje hacia el pocas veces explorado territorio de nuestra corporalidad para una vez allí o en camino hacia nuestro destino, podamos sanar esa herida definitivamente, desmantelando de ese modo, muchos de nuestros hábitos menos vivificantes, o en su defecto, aprender a vivir con la cicatriz, reconociendo en ella que, después de todo, ese hecho desestabilizador de nuestros primeros pasos es, justamente, lo que nos puede facilitar el acceso a otros niveles de consciencia más humanos y no quedarnos en ser sólo hombres/mujeres adormecidos en la culpa, el dolor y el miedo.





Mientras escribo estas líneas y me pongo un ratito en la piel de Juan, el preguntón, como habrán notado, retomo una palabra del primer párrafo. La palabra “enfrentar”, que en ese momento la utilicé como actitud ante la adversidad y ahora la retomo para verla de otro modo, si me permiten.

Enfrentar implica lucha o pelea, con lo cual no hago más que aumentar una condición muy arraigada en nuestra cultura, basada en la idea de que todo aquello ajeno a mí y que ponga en riesgo ese que digo ser, debe ser destruido. Es más, no son pocas las veces que aquello a lo que me enfrento no es otra cosa que a mí mismo, pero la apariencia que ello muestra es tal, en nuestro caso la enfermedad, que me autoengaño y acabo creyendo rotundamente que “eso” que viene a subvertir el “orden establecido” es un enemigo que debe ser aniquilado. Lo peor del caso es que a quien muchas veces termino borrando del mapa no es tanto a la enfermedad como a mí mismo por no haber podido/querido VER. Ver que la enfermedad o la lesión no son otra cosa que lo que en un plano menos evidente que el plano físico, mente, pensamientos, ideas, emociones, no se pudo percibir y menos aún resolver, por eso se muestra en la carne, descarnadamente, no para que lo enfrentemos en una lucha a muerte, sino para poder acceder a una mayor y mejor comprensión acerca de los mecanismos, muchas veces complejos, de nuestra personalidad, que llevaron a poner sobre las tablas del escenario, que es el cuerpo, a los actores (enfermedades y dolencias) y sus circunstancias, o sea, a uno mismo, y el resultado de nuestras decisiones para que, una vez allí, podamos ocuparnos de encontrar no sólo la salida o la resolución al conflicto; también para que podamos, si nos es posible, vernos en ese espejo que somos nosotros y lo que de nosotros fuimos construyendo, para darnos cuenta de que, si la actitud surge de la ignorancia o la falta de consciencia constante y mecanicista de la vida que erigimos, pues ahí está la obra para ser vivida, actuada y comprendida, y encontrar que, del mismo modo, pero tomando una dirección diferente, podremos crearnos de verdad, una vida digna de ser vivida para nosotros y para los que nos rodean. En pocas palabras, no hay enemigo alguno. La enfermedad no es otra cosa que el resultado de una serie de factores nacidos de nuestras decisiones y circunstancias, a los cuales nos dirigimos porque, probablemente, no supimos hacerlo de otro modo. La enfermedad, cuanto mucho, nos completa, nos viene a decir desde el lugar menos agradable, claro, que no nos falta nada. Que así somos, restando de esta expresión todo determinismo fatalista, de esos que llevan a muchos a creer que la vida está escrita y que, como hojas arrastradas por el viento, no tenemos nada que ver con lo que nos sucede. Por el contrario, si podemos aceptarnos tal como somos, o sea, con lo puesto, es más probable que cada uno a su tiempo y forma pueda ocuparse de modificar lo que se pueda sin que para ello tengamos que caer en la quietud que siempre precisa la enfermedad para hacer su derrotero y sí en la quietud meditativa surgida de una mente lúcida.

Esa dirección que hace a la diferencia de posibles resultados es la del amor, respeto y cuidado hacia nosotros mismos. Ahora, ¿cómo se accede a esa comprensión amorosa sobre nuestra vida?, preguntarán; y contesto, tomando el camino de la propia escucha. De la escucha en el propio cuerpo, en el propio ser, pero las herramientas o recursos a utilizar y el tiempo que dediquemos quedará sujeto a cada uno y a su momento histórico personal, por supuesto.





Dicho esto, propongo afrontar a enfrentar, o sea, dejar de luchar y mirar a la cara de nuestra mismísima cara y aprender a VER, toda vez que nos sea posible, aquello que está allí o aquí, lo escribo tocándome el corazón, y prestarle respetuosa atención. Escuchar y ver más allá de las lágrimas, de la angustia o de los dientes apretados de la bronca y, más que nada, SIN CULPA, pero sí con responsabilidad por el compromiso asumido y sus consecuencias,  que todo eso que llamamos nosotros está completo, allí paradito delante de nosotros mismos, para abrazarlo con compasión y amor, para ocuparnos de que el proceso de la enfermedad pueda seguir el más saludable de los caminos, llevándola de la mano de la tolerancia y, si es factible, ver a la enfermedad como un lugar para seguir aprendiendo, creciendo y evolucionando hacia el camino que los sabios de la antigüedad llamaron “el camino del autoconocimiento”. Autoconocimiento que bien puede precisar de la ayuda de ese otro ser humano, de ese otro cuerpo, ese otro al que recurrimos sabiendo que no hay un cuerpo del otro que, en muchas formas, no sea también nuestro cuerpo.





Publicado por Claudio




viernes, 9 de agosto de 2013

Zen en la cocina.



La cineasta Doris Dorrie, directora también de "Sabiduría garantizada", entre otras películas, acompaña en este documental, al maestro zen Eduward Espe Brown en sus conferencias, y en sus clases de cocina para comprobar que cocinar, o mejor dicho, saber cómo cocinar, es cuestión de cuidarse uno mismo y cuidar a los demás. El filósofo, escritor y maestro zen nos enseña la sensualidad de hacer pan, la filosofía de los rábanos y la serenidad de las zanahorias para ofrecernos esta delicia culinaria que muestra la sabiduría que encierran sus consejos prácticos.

Publicado por Claudio

viernes, 2 de agosto de 2013

Esta tierra es hermosa







Arrullado por el río de las palabras que surgen del manantial del alma, he venido andando un cause sin más guía que la voz del corazón y la luz de una poética bordada de pájaros, sudor, tierra y canto; así, por que sí nomás y sin que medie otra cosa más que el encanto que esos poetas me han producido desde otros tiempos y verdades hasta este hoy, donde por amor y gratitud a todos ellos me largo a su encuentro y a sus vidas que bien han sabido ser arte y parte de tantos suelos cercanos y distantes.

Sé que de algún modo, esas visitas las hago en compañía de quienes aman la palabra certera y los silencios mansos, por ello traigo en las alforjas estos versos que ha estas alturas ya son de todos como del mar y los cielos.



El Gozante

Me dejo estar sobre la tierra por que soy el gozante.
El que bajo las nubes se queda silencioso.
Pienso: si alguno me tocara las manos
se iría enloquecido de eternidad,
húmedo de astros lilas, relucientes.
Estoy sólo de espaldas transformándome.
En este mismo instante un saurio me envejece y soy leña
y miro por los ojos de las alas de las mariposas
un ocaso vinoso y transparente.

En mis ojos cobijo todo el ramaje vivo del quebracho.
De mi nacen los gérmenes de todas las semillas y los riego llorando con rocío.

Sé que en este momento, dentro mío,
nace el viento como un enardecido río de uñas y de agua.
Dentro del monte yazgo preñado de quietudes furiosas.
A veces un lapacho me corona con flores blancas
y me bebo esa leche como si fuera el niño más viejo de la tierra.

Miro los cachos del banano,
veo arañar sus dulces dedos de oro
y en las sandías
los genitales verdes del verano llenan mi corazón de poblaciones.
Siento que estoy tapado de luciérnagas
y que en mi pelo crece la niñez del relámpago.

Lo que pisa mi pie igual que arena lo traga para siempre.
La sombra de los pájaros es como un agua negra que acaricia mi nuca.
Una hormiga me deja su ají breve en la boca
y me voy a los tumbos en la noche
por el agujereado camino de los sapos.
¿quién me arrima la paz de la tortuga?
¿quién desempoza el tiempo de su cáscara?

Soy el que por la piedra lechosa del quirquincho
bebe en miel las abejas
como el rocío maduro de la música
¿a dónde irán mis ojos llenos de hojas?
¿por dónde en ellos vagara el cielo yéndose?

Me mira Dios y sé que aquí, yaciendo
lo estoy haciendo despaciosamente.

De cara al infinito
siento que pone huevos sobre mi pecho el tiempo.
Si se me antoja, digo, si esperase un momento
puedo dejar que encima de mis ingles 
amamante la luna sus colmillos pequeños.

Miren mis ojos cuando yo estoy pensando a ver si es que les miento.
Zorros las colas como cortaderas,
gualacates rocosos,
corzuelas con sus ángeles temblando a su costado,
garzas meditabundas,
yararás depielándose,
acatancas rodando la bosta de su mundo,
todo eso está en mis ojos que ven mi propia triste nada y mi alegría.

Después, si ya estoy muerto
échenme arena y agua así regreso.

Manuel J. Castilla - Cantos del Gozante - 1972





El "barba Castilla", nace en Cerrillos, Salta - Argentina - en 1918 y fallece en 1980.
Poeta, periodista, autor de numerosas obras folclóricas  como: "La pomeña", "Balderrama" entre otros. Fuertemente ligado a la cultura de su región. Manuel Castilla  también supo ser la voz de los obreros y los trabajadores rurales.
Entre sus obras literarias se destacan: "Agua de lluvia" 1941, su primer libro."Copajira" 1946. "Cantos del gozante" 1972.
De sus muchos premios literarios se recuerda el que recibiera en 1957: "Premio Regional de poesía del Norte" por su libro "Norte". 
Premio de Honor de la sociedad Argentina de escritores de 1970/72
Primer premio Nacional de poesía del Ministerio de cultura de la Nación 1973/75.

Publicado por Claudio