Siglo veinte cambalache, problemático y febril...Como dice el tango. La verdad es que este siglo veintiuno no parece muy diferente, con lo cual nos encontramos frente a una situación un tanto contradictoria si pensamos que, por un lado, las obligaciones con la casa, el trabajo, los hijos, el estudio, el dinero, las crisis laborales y económicas, así como la hipertensión, el colesterol elevado o los trastornos cardíacos, se nos presentan como “excusas” válidas para continuar justificando nuestro mal vivir; por otro lado, esta misma realidad nos lleva a la búsqueda de alguna técnica que nos permita modificar, total o parcialmente, el acelerado ritmo de vida. Dicho de otro modo, para todo mal hay remedio, siempre que nos queramos ocupar.
Por supuesto que no faltarán quienes se atajen aduciendo la “falta de tiempo” para dedicar unos minutos al día en ocuparnos responsablemente de nosotros mismos. Si bien es evidente que cuando escribo en este espacio lo hago en primer lugar por mi propia necesidad y gusto, también sé que son muy diversas las personas que acceden a leerme y entre ellas habrá de las que digan: “con todo lo que tengo para hacer y vos me pedís que me siente a meditar unos minutos al día”... Todo bien, como decimos por estas tierras sureñas, para ellas también escribo, pues, quizás, un día de estos y siempre que no sea demasiado tarde, alguien diga: ¿Y si probamos y vemos qué pasa con eso de parar un ratito tanta locura diaria? Y aunque así no sucediera, no será motivo para no dedicar unas cuantas líneas a esto de ver cómo integrar la práctica de la meditación a nuestra vida cotidiana, no sólo por sus atributos, sino también para dejar en claro que no se trata de adquirir algo más de entre las muchas adquisiciones que ya poseamos. Todo lo contrario, la propuesta va dirigida a alivianar un tanto la carga, ya que no estamos hechos para tener de todo, todo junto y ya, lo que es cada día más evidente al comprobar cómo tantas personas en el afán de tenerlo “todo”, acaban agotadas y enfermas.
El alto índice de consumismo, la competitividad descarnada, el deseo de éxito rápido y fácil, entre otros tantos males a esta altura endémicos, no hace más que jugar en nuestra contra al comprobar que lo que obtenemos es todo lo contrario de lo que anhelamos, al menos la mayoría de las veces, llegando a esos lugares y situaciones de los que tanto queríamos escapar.
Una buena causa de estos actos y consecuencias es que aún predomina en nosotros la idea del cuerpo como una máquina subordinada a las órdenes y apetencias de una mente ávida de consumir y poseer, confundiendo “nivel de vida” con “calidad de vida”. Calidad que no se obtiene por tener más y más y más... Esto, inevitablemente, tiene un precio muchas veces elevado que se paga con trastornos fisiológicos, orgánicos y psíquicos, malos tratos con los demás, familiares, amigos, compañeros de trabajo, por no mencionar el atroz uso y abuso de nuestros bienes elementales no renovables, como el agua o el aire.
Nuestra mentalidad mecanicista ha creado una realidad demasiado yang, o sea, muy masculina, rígida y agresiva, degradando toda esencia femenina (energía yin) como la creatividad, la bondad, la contemplación, el cuidado de la naturaleza y el respeto y complementariedad con las mujeres. Seguros y arrogantes de ser los dueños del planeta, nos lanzamos sobre la naturaleza arrancándole las entrañas con tal de satisfacer nuestro interminable deseo de poder. La invadimos, la violamos y despilfarramos sus recursos, que son a su vez los nuestros, provocando uno de los más dolorosos e imperdonables actos de ignorancia de los que hayamos sido capaces en toda nuestra historia.
La pérdida de estabilidad material no es la verdadera razón que tanto y tan agudamente puede angustiarnos o deprimirnos, sino que ésta es la consecuencia de un desequilibrio que comenzó, inconscientemente, el día que nos convencimos de que la única manera de “ser felices” era teniendo, teniendo y teniendo imparablemente. Y no hablo sólo de tener bienes materiales, los que, hasta cierto punto, resultan necesarios, sino que hasta algunas de las relaciones humanas que mantenemos, incluidos muchas veces los propios hijos, terminan siendo sumados a la lista de “objetos” que hay que tener para así sentir que “pertenecemos” al orden y buenas costumbres que establece la sociedad. Una sociedad que deberíamos evitar ver sólo en su conjunto, pues esto invita a cierta subjetividad borrosa y poco real; en su lugar, sería más ajustado y sincero mirar a quienes la componemos, es decir, a nosotros mismos. Individuos, hombres y mujeres, ataviados de pensamientos y conductas muchas veces nada generosos ni agradecidos con la vida ni con lo mucho que ya tenemos y que al parecer siempre resulta poco, porque siempre estamos pidiendo algo más. Pidiéndole a nuestros padre, a nuestra familia, a las instituciones, a los gobernantes y, por supuesto, a Dios. Mendigos de ropas raídas o de marca no hace la diferencia, todos nos comportamos como mendigos al fin.
Entonces, ¿la respuesta es sentarse a meditar para cambiar el mundo? No. Pero sí para cambiar nosotros. Si cambiamos nosotros y recordamos que el mundo está habitado por humanos y seres sensibles que anhelan la felicidad y evitar el sufrimiento, quizás...
Como dije líneas más arriba, no se trata de adquirir, en este caso la práctica de la meditación, sino de dejar de hacer, soltar o quitar un poquito de tiempo a otras cosas para así generar el espacio necesario que pueda ser ocupado por la práctica de la meditación. ¿Cuánto tiempo? El que podamos disponer, pero que esté dedicado únicamente a sentarnos en meditación. Por lo que les sugiero olvidarse por un rato del celular, la computadora o cualquier otro elemento que los distraiga. Pueden comenzar con unos diez minutos al día, veinte minutos día por medio o, a lo sumo, veinticinco minutos una vez a la semana.
Si lo piensan un poquito, verán que no es tanto como parece, ¿verdad?
Sobre los beneficios de esta práctica ya comenté en otras entradas de este mismo blog que bien pueden visitar. Tan sólo quiero detenerme en un par de conceptos.
La práctica de la meditación, de la respiración calmada y profunda, lejos de ser un acto egoísta, nos predispone a practicar mucho más que una postura de piernas cruzadas y columna recta; nos adentra, sin mayores inconvenientes, hacia un trato respetuoso, grato e íntimo con nosotros mismos, así como con las demás manifestaciones de la naturaleza, animales, plantas, insectos, agua, tierra... ¿Por qué? Porque cuando estamos transitando la vida con calma, respeto, alegría serena, entre otras cualidades, es de esa manera que nos relacionamos con todo y todos. Por lo tanto, multipliquen estas actitudes por cientos o miles de personas y luego, deduzcan cuál sería nuestra realidad humana y planetaria.
Si hay interés y constancia en querer aprender y practicar, como ocurre con cuanta profesión, oficio o actividad que desempeñemos, la práctica de la meditación se vuelve una forma de vida. Un estar más atentos. Atención que nos deja ver y decidir desde un plano conciente cómo queremos/podemos vivir nuestra vida.
Como les digo a mis alumnos, si se quiere llevar la actitud meditativa a la vida diaria, no hay lugar, situación o momento en donde la atención, observación y respiración abdominal no puedan hacerse. ¿Por qué? Porque ahí estamos, con nosotros mismos y con la vida, manifestándose a cada instante justo debajo de nuestro pies.
Zazen no se practica con un objetivo, ni deseo de logro, pero, sin duda, la recompensa llega cuando nos damos cuenta de cómo se ve y se vive siendo más ecuánimes, tranquilos y silenciosos. No por ello dejaremos de pasar por momentos conflictivos o dolorosos, pero serán menos en cantidad e intensidad y algo más distanciados debido a que si lo que estamos dando y haciendo es desde esa actitud de ecuanimidad, así será lo que vuelva.
Ahora si me permiten, me voy a sentar un rato.
Gassho
Publicado por Claudio