viernes, 23 de septiembre de 2011

La energía justa


En diciembre del año 2008, participé por primera vez de una “sesshin” o retiro de meditación zen. Cuando supe cómo iba a ser el organigrama de actividades de esos tres días y que la alimentación era básicamente vegetariana, mi mente no tardó en echar leña al asunto disuadiéndome de no asistir, argumentando que “iría a pasar hambre”, que “no sería suficiente comida”, tomando en cuenta que la jornada en un sesshin comienza a las cuatro de la mañana, o cuestionando “¿si me quedo con hambre, qué hago?”, etc., etc., etc. Temores infundados, más si tomaba en cuenta que llevaba una dieta vegetariana desde hacía muchos años y, sobre todo, porque no había estado nunca bajo la experiencia de una práctica intensiva de varios días.
Diluidos los miedos, comprobé que, lejos de “morir de inanición”, todo lo que se nos ofrecía era más que suficiente para el desgaste energético que se iba generando a lo largo del día.

Este año 2011, en un nuevo sesshin que se realizó en el mes de mayo, tuve la oportunidad de conversar con un monje zen. La charla se dio durante la merienda del último día, cuando el tema volvió a ser la alimentación y nuestra relación con ella.
Aproveché para comentarle lo ocurrido durante aquella sesshin, a lo que él señaló lo habitual que suelen ser esa clase de pensamientos para quienes conviven por primera vez bajo esas pautas. Pero más relevante fue cuando le mencioné que la sensación real que tuve al ver la comida dentro del cuenco, y sobre todo luego de haberla comido, era la de haber consumido la energía justa; el monje sonrió y dijo: así es, los “oryokis” o cuencos donde se sirven los alimentos, nos recuerdan tomar sólo lo que vamos a consumir, la energía justa, como acabas de decir.

Elegir los alimentos, manipularlos, cocinarlos y luego ingerirlos evitando su desperdicio es también hacer “zazen”. Todo está en cómo hacemos lo que hacemos y no sólo para qué o por qué.
La atención en las formas, colores, sabores, texturas, como en los utensilios que usamos, permiten vincularnos íntimamente en el acto de cocinar y comer; recordemos que volvernos íntimos con el hacer es la esencia de la práctica zen. Sin embargo, esta postura no se adquiere sin una mente equilibrada y serena. Entendamos que no es suficiente con colmar nuestros sentidos si nuestro estado mental está alterado, pues, tarde o temprano, esta actitud se verificará cuando nos veamos rodeados de objetos sin que ninguno llene verdaderamente nuestras necesidades. Podemos tener poco, pero con la mente en paz, no faltará ni sobrará nada.

Por otra parte, adquirir el alimento no es posible sólo porque poseemos el dinero para comprarlo, también es preciso que consideremos que para que ese plato de comida se encuentre delante nuestro, se hace imprescindible el aporte del sol, el agua, la tierra, el aire, los antepasados humanos que descubrieron el modo de cultivarlos, cosecharlos y crear tanta variedad de comidas, entre muchos otros factores. En pocas palabras, eso se llama “ley de interdependencia”. Comprender esta ley nos permite tener con la comida un trato más ecuánime, cuidadoso y agradecido. Una mente que comprende el funcionamiento de esta ley natural es, sin dudarlo, una mente verdaderamente ecológica.

No es mi intención colocar la comida dentro de un marco de religiosidad rigurosa, o peor aún, usar la culpa como estrategia para su valorización como ha sucedido a lo largo de buena parte de nuestra cultura judeocristiana; por el contrario, lo que busco es que podamos recuperar el sentido sagrado que ésta tiene al ser un aporte generoso y esencial para nuestra existencia y la de los demás seres.
Hoy el mundo se debate entre la sobre alimentación y la desnutrición. Razones por demás importantes para revisar cómo y de qué manera nos ocupamos de tratar los alimentos. Reitero, y pido disculpas por hacerlo, pero es nuestro estado mental condicionado el que debe ser indagado, porque es ese determinismo el que produce alguna de estas dos difíciles y dolorosas realidades. A modo de ejemplo, recuerdo a mi abuela preparando artesanal y amorosamente lo que comíamos, porque ése era su estado anímico y mental, en comparación con las comidas desnaturalizadas por el exceso de químicos que actualmente se consumen. ¿No es acaso esto el resultado de una mentalidad, también desnaturalizada?

Volviendo a aquel sesshin del 2008, recuerdo que, sentado delante del cuenco, mirándolo, sintiendo los aromas que desprendían los alimentos y paladeando lenta y silenciosamente cada bocado, es como obtuve la claridad para comprender lo que ahora les relato.
Nosotros, seres humanos, somos hijos de la maravillosa danza entre el cielo y la tierra. La gestación corporal y mental en retroalimentación constante. Dando, recibiendo, creando, destruyendo y volviendo a crear infinitamente.

Publicado por Claudio

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