viernes, 26 de agosto de 2011

El arte de no esperar nada



Todos los martes, sobre el final de la tarde, suelo ir hasta la capital para participar de mis prácticas de zazen. La capital de Buenos Aires, como muchas grandes ciudades del mundo, está atestada de tránsito, gente que va y viene incesantemente, ruido proveniente de todos lados y un dinamismo que casi no sabe de descanso. Es una ciudad bella, culturalmente ecléctica y vibrante pero, acostumbrado como estoy a andar más lento y sin mucha prisa, estar allí, en el vientre de esa capital cosmopolita, se vuelve una buena oportunidad para practicar la paciencia y así evitar ser arrastrado por la marea.

En el noveno piso de un edificio de oficinas, se encuentra el templo “Serena Alegría” que mi maestro, el monje Budista de la escuela Soto zen Ricardo Dokyu (DO: camino; KYU: eterno) dirige. Cualquier imagen o idea que puedan tener de un templo Budista, olvídenla, pues, como digo, se trata de un cuarto pequeño, de pisos de madera, un hueco en la pared con pretensiones de cocina, baño, por supuesto, y un ventanal por el que se cuelan restos de cielo y sol sobre un desfile de edificaciones que alfombran el suelo porteño más allá del horizonte.
Ricardo, a quien conocí a comienzos del año 2003, es argentino y monje zen desde su ordenación en 1991 en Japón, donde permaneció por un término de once años. Sus primeros pasos en el zen comenzaron en el año 1984 de la mano del maestro Igarashi Ryotan en Brasil.
De trato afable, pero reservado y alto, muy alto, Ricardo Dokyu suele recibir con suma amabilidad a cuanto hombre o mujer desee adentrarse en la práctica del zen, sentando en zazen sin nada que vaya más allá de una sucinta explicación de la postura y contestando únicamente aquello que se le pregunte.

El silencio reina desde el mismo momento que entramos al “templo”. Al dejar nuestras pertenencias, al saludar con una sonrisa cordial para luego dirigirnos a nuestro “zafu” (almohadón de meditación), a la espera del comienzo de zazen.
La austeridad del zen es una fuerte presencia en este espacio. Austeridad que a muchos, como a mí en un comienzo, incomoda o produce cierto amargor difícil de digerir, hasta que con el tiempo o años de práctica, más allá de comprenderlo y apreciar su aporte, se vuelve, incluso, familiar.
La “nada” aparente que recibimos en este cuarto de oficina, donde el ritmo monótono del motor de la heladera juega un contrapunto desafinado con los ladridos del perro del vecino. Donde nadie, muchos menos el maestro, apela a ninguna artimaña para convencer a los practicantes de que “está bueno” venir y practicar. Donde no hay ofrendas ni obsequios y nada que decir más allá de lo necesario, es una “nada” que lenta o abruptamente, en un instante o en años de sentar, sacude nuestro todo. La geografía del lugar, como las actitudes del maestro despojadas de artilugios, pone de manifiesto, nos guste o no, nuestros hábitos, costumbres, manías, apegos y rechazos. Desde un cuerpo quejoso por los dolores de la columna, o las rodillas, por la mente de mono loco donde los pensamientos se avalanchan, hasta los sentimientos que hacen hervir la sangre o licuarla, nos lleva a descubrir que no es una simple nada lo que nos despierta, lo que nos alerta completamente o a cuentagotas. Es, por el contrario, la muestra cabal de la actitud correcta, la palabra correcta y el pensar correcto de un maestro neutro, simple y asertivo, que señala las instrucciones sobre una actitud de vida – la práctica de zazen en todo momento y lugar - que revele nuestra verdadera naturaleza. Naturaleza que somos y de la que nos hemos alejado para seguir los pasos del ego, de la ilusión, de una verdad a medias, que bien vale la pena conocer para hallar nuevamente el camino hacia la plenitud y la felicidad. Más allá de su invaluable guía, depende de nosotros y de nuestra perseverancia en la práctica, llegar o no a su encuentro.

Por esto, lo que a simple vista parece poco y hasta vacío, si lo comparamos con esos lugares que ofrecen excentricidad, decorado y colorido para así obtener la atención cautiva de la gente en un intento de asegurar su continuidad, esta “nada”, mal llamada por mí y de ahí su entrecomillado, es la esencia misma del zen que tan bien define el maestro Suzuki al decir: “el zen no es un entusiasmo, no es un excitante, sino más bien la concentración en la vida cotidiana”. Cuando esto se comprende, cuando aprendemos el arte de no esperar nada, notamos lo valioso de tener a mano ese espacio, un cojín donde sentarnos, compañeros de práctica y la presencia de un maestro que nos transmite cómo andar sobre nuestros propios pasos. Bajo estas condiciones, lo que abunda es la gratitud.

No fueron pocas las veces en que, luego de dejar atrás el templo/oficina, me sentí motivado por la particular paradoja de encontrar que la serena alegría yace, crece y se abre como una flor de loto en un pantano, en el caos mismo de esta ciudad.


Foto: Ricardo Dokyu

Publicado por Claudio


4 comentarios:

  1. Hermosa descripcion de lo que ni es ni no es, saludos para usted y su maestro.

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  2. Claudio, ya me habían recomendado al maestro Dokyu en otro blog budista. Leyendo esto tuyo, hace poco más de un mes comencé a concurrir los martes a prácticar allí. Hoy vuelvo a leer este texto y veo reflejadas mis sensaciones. Aunque la práctica se me hace dura, espero ansiosamente que llegue el martes ya que otros días no puedo ir. No sabría describirlo mejor con palabras, simplemente allí, yendo sólo a zazen experimento una serena alegría tal como se llama el templo.

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    1. Gracias Walter por compartir tu experiencia y que no cedas en tu práctica. Un abrazo

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