El artículo que días atrás subí al blog sobre la vida de Masanobu Fukuoka fue leído por varias personas, entre ellas, Alejandra, una de mis alumnas. Alejandra me comentó que, al hacerlo, sintió que daba un salto inmediato a su infancia, pues el japonés de mi nota le recordó a otro señor de aquellas lejanas tierras orientales que un buen día había recalado por su barrio. Un barrio del sur del gran Buenos Aires que, como muchos otros, tenía entre sus parroquianos a ese personaje mal tildado de “loco” al que, a pesar de los pesares, siempre acababa por ganarse el cariño de más de uno y, sobre todo, el de los chicos.
Aquí paso a narrarles la particular vida de “el japonés loco”, como Alejandra me la contó.
Cuando Alejandra era muy chiquita, unos tres años, según recuerda, llegó a su barrio, allá por las cercanías de la estación de José Mármol, un japonés que, según decían, había escapado de la guerra. Hablaba solo y no se le entendía nada. Todos aseguraban que estaba loco.
Primero, vivía en la calle, y un tiempo después, la peluquera del barrio, que compartía casa con su madre ya muy anciana, lo dejó habitar el terreno de al lado, en el que los yuyos alcanzaban a sobrepasar el metro de altura.
"Hito", así se llamaba, armaba su casa tejiendo los yuyos altos y gruesos con otros más finitos, ante la mirada incrédula de todos los chicos del barrio que, a la hora de la siesta, se escapaban para verlo, bajo la advertencia de no acercarse al "japonés loco", al que la mayoría de los adultos temían. Muchos adultos le temían, menos Nana, que también había pasado guerra y hambre, y Aída, su nuera, que por naturaleza o por conocer su propósito en la vida, amadrinaba a todo aquél que lo necesitara.
Por aquellos días de inviernos ríspidos y veranitos de vereda y charla hasta entrada la noche tarde, Nana y Aída - me comenta Alejandra con la voz entrecortada - se convertirían para mí en abuela y madre, de ésas que nos da la vida y que adoptamos sin dudar. Hadas protectoras, compinches, sanadoras de Merthiolate y beso; de pasado recio y cicatrices, pero sin tiempo para mirar atrás. Es más - señala - pensaba entonces y también ahora que tanto era el amor que cabía en esas mujeres que no podían otra cosa que regarlo a los cuatro vientos, si hasta el japonés, a su modo, les decía “familia”.
Poco a poco, Hito fue levantando paredes y techo de yuyos tejidos que cortaba con las manos haciendo una especie de cuadrados en la tierra, y en los pocitos que quedaban ponía semillas y las tapaba con tierra flojita que esparcía frotando las manos mientras les señalaba a los chicos el sol y la bomba de agua... Otro modo de decir y practicar: “enfócate en tu dicha que el Universo hará el resto”.
Con las bolsas de arpillera que le habían dado, se cubría del frío, y a veces, cuando salían los chicos rumbo a la escuela muy temprano, en medio de la escarcha, encontraban los lugares que Hito había sembrado, tapados con esas mismas bolsas.
El japonesito loco fue volviéndose parte del paisaje, de las calles empedradas, de la estación del ferrocarril, del almacén de la esquina, de las casas bajas.
Mientras tanto, sus verduras fueron creciendo lenta y sabiamente, ayudando a tejer otros lazos, en este caso, los de él y las gentes del barrio; lazos que derribaron prejuicios, dudas, miedos, y hasta enseñaron que la locura, de alguna manera, también era un poco de todos y que la “cordura” se curaba con una buena porción de amor a mano llena, como cuando él, sonriente, daba sus verduras a sus vecinos repitiendo las dos únicas palabras que había aprendido: “sí” y “gracias”. Como si se precisaran muchas más, ¿verdad?
Hito nunca dejaba de sembrar. Si bien con el tiempo y algo de ayuda, tuvo su casucha de material con puerta de chapa, eso no daba razón para abandonar la casita de yuyos tejidos; y es que allí guardaba sus tesoros: las semillas, el balde con agujeritos y las bolsas de arpillera...
Alejandra me relata esto con la misma mirada de incredulidad con la que seguro veía a ese hombrecito hacer de ese pajonal un verdadero vergel.
Por las noches, cuando los grandes miraban televisión y los chicos jugaban a las escondidas en la calle, él, con la vista en las estrellas, fumaba su pipa y hablaba solo... como de costumbre, sumergido en su particular misterio, ése que a muchos tanto les fascinaba, pero que Hito sabía guardarse para sí.
Cuando lo veía de esa manera - rememora Alejandra - absorto en su mundo interior, en su cielo de luna y estrellas, me preguntaba si realmente vendría de Japón, de otro planeta o era un ángel y que por eso nunca supimos entender muy bien lo que decía.
Pero la verdad es que con los años, poco acabó importándoles su lenguaje o de dónde vendría, les bastaba ver lo que hacía y cómo se comportaba, aprendiendo a respetarlo y dejarlo tranquilo vivir su vida, porque en el fondo presentían que, de alguna manera, él también los ayudaba a vivir la suya.
Tanto es así que cuando jugaban en los vagones del tren, en las vías muertas de la estación, él se sentaba lejos en el callejón, sobre los durmientes, como quien mira sin mirar, pero sus ojos no se apartaban de los chicos ni por un segundo. Nana le traía, como todas las tardes, pan de naranja y mate cocido, y le decía algo en italiano. Riendo, Alejandra me confiesa: nunca supimos cómo se entendían esos dos, aunque para la compasión no hacen falta palabras, ¿no? El se comía parsimoniosamente su merienda y no se movía de allí hasta que cada uno se iba a comer su merienda, cada quien a su casa.
Como ocurre siempre en estos y otros barrios similares, algunas casas comenzaban a sufrir los embates de la modernidad y eran derrumbadas, y con ellas, las paredes escritas de llanto, sopa, navidades, esperanza y humo de espiral. Vecinos nuevos llegaban a aposentarse en sus novedosos departamentos, como nichos, entre los que rara vez se verían; y a medida que nuestros huesos se alargaban y el horizonte se volvía más tentador, nos íbamos marchando, me cuenta Alejandra con los ojos húmedos. Y agrega: pero, en el fondo, tengo la impresión de que nunca nos fuimos del todo, o quizás, siempre estamos regresando, como decía Pichuco, igual que ahora, cuando al leer cómo Masanobu Fukuoka ocupa su existencia sembrando la tierra con semillas de mandarinas, tomates o arroz, vuelvo otra vez al barrio, a todo aquello, al menos por un rato, para agradecerle a las Nanas, a las Aídas y a ese japonés loco, más cuerdo que muchos de nosotros, por haber sembrado ese pedacito de tierra en mi amado José Mármol, lo mismo que en mí, aquí, ¿ves?, justo aquí, en mi corazón y en nuestras almas.
Publicado por Claudio