“Cuando se reconoce el valor del instante
la vida recupera su sacralidad”
Alguna vez escribí que la gente da por sentado que estudiar una profesión o aprender un oficio implicará dedicar una determinada cantidad de años para su posterior desenvolvimiento. Pese a ello, a la hora de querer aprender sobre nosotros mismos, esta regla parece no encajar, pues se pretende que lo que “deba ser develado” tiene que acontecer lo más apresuradamente posible porque así, dolerá y costará menos.
La incapacidad de no poder comprender que cuanto más necesitemos saber acerca de algo más tiempo llevará y, si se trata de saber quienes somos y no de quienes creemos ser, den por sentado que implicará la vida entera, es producto de un único factor determinante: miedo. Es cierto que este miedo suele camuflarse bajo todo tipo de justificativos, como por ejemplo: no tengo tiempo, duele mucho, es difícil, es muy caro, etc. En cualquier caso, se trata del mismo miedo. Miedo a no perder el suelo, suelo que aunque inestable es conocido y de algún modo controlado. Miedo a los finales, a los cambios, miedo al miedo madre de todos ellos que no es otro que a la muerte misma. Muerte que no incluye exclusivamente a la muerte física, sino a las pequeñas muertes cotidianas, como un divorcio, un despido, que al día le continúe a la noche, salir de la escuela hacia el campo laboral, pasar de la niñez a la adolescencia o que la ropa alguna vez nueva y reluciente acabe desteñida y en manos de alguien más. En síntesis, el miedo surge porque lo escuchamos y lo escuchamos porque no podemos o no queremos ver que nos guste o no, todo sucede en un fluir constante de cambio y transformación, o sea que, demos o no el golpe de timón aceptando sin resistencias que las aguas nos lleven concientemente, éste se producirá porque, como dice la canción, “todo concluye al fin, nada puede escapar, todo termina”.
La diferencia entre ser protagonistas del cambio o que éste se presente sujeto a su naturaleza impermanente es que, en el primer caso, lo que llamamos dolor o angustia resultará más llevadero y mejor comprendido que si, por el contrario, la naturaleza de las cosas nos sacude como a un árbol durante una feroz tormenta, pues ese mismo dolor o aflicción perdurará más de la cuenta y se interpretará la experiencia como un castigo o como si algo o alguien estuviese ensañado en hacernos la vida insoportable.
La vida se manifiesta de manera cíclica, en consecuencia y aunque hagamos el mejor de los esfuerzos, lo que tenga que concluir así lo hará.
Aunque nos parezca duro de aceptar el haber llegado a una encrucijada en un momento determinado es, sin más ni más, el principio del final y también el principio del principio. Pasándolo en limpio. Es el principio del final porque se están manifestando en nuestra vida signos de que algo no puede continuar como hasta ahora lo venía haciendo. Si gustan, pueden llamar a ese momento crisis o, lo que es lo mismo, transformación de una realidad hacia otra diferente como consecuencia de lo que está concluyendo. Y es el principio del principio, porque gracias a lo que está muriendo se hará posible pasar a vivir lo nuevo. En resumen, si llegamos al filo de la montaña, lo más aconsejable será mirar sin tapujos el vacío para adentrarnos en él, que es igual que decir en nosotros mismos.
La confusión acerca de cómo y por donde continuar cuando nos quitaron de un golpe todo sostén conocido, requerirá de alguna herramienta que ayude a saber cual es la manera correcta de comprender claramente lo que está sucediendo, ya que lo habitual es salir corriendo en busca de algún paliativo que nos asegure volver a la tranquilidad conocida. La práctica que abra la conciencia a la comprensión mente-cuerpo no es escapar, lo que se necesita es quedarse ahí con uno mismo y con aquello que está sucediendo sin interferirlo con nuestros consabidos pensamientos adquiridos. En otras palabras, atravesar el pasillo de la oscuridad hacia el portal del nuevo día sin postergaciones, ocultamientos o artimañas de cualquier índole. Después de todo, permanecer bajo el agua cuando llueve o correr a protegernos de ella no impedirá que continúe lloviendo.
En lo que a mi experiencia respecta, es a partir de la práctica diaria de zazen que pude y puedo ir conociendo lo que ahora les comparto. Y es que luego de tanto hacer, decir y pensar y que ello no condujera a la comprensión necesitada, fue que opté por el camino opuesto y a su vez complementario de la quietud, el silencio y observando mis pensamientos, dejándolos pasar. Todo esto englobado en una práctica de vida que denominamos “zazen”.
Cuando hacemos sin hacer estando de cuerpo presente en el momento presente o, lo que se traduciría cómo: hacer sin ánimo de que ocurra nada específico en tiempo y espacio, lo que sobre y ya esté perimido caerá o se soltará irremediablemente, declinando a su vez la insatisfacción o sufrimiento que se producía al no poder comprender que había llegado la hora de dejar partir lo que ya había cumplido su recorrido.
Esta estrategia no evitará que en el futuro acontezcan nuevos temores, enojos, tristezas o alegrías, pero lo que sí es factible de suceder es que no habrá quién pueda decir: “soy el miedo” porque, sabido que no hay nada ni nadie a quien aferrase, no existirá quién se esté identificando con ese miedo o cualquier otra emoción; sólo seremos humanos pasando y sólo pasando por un momento emotivo determinado sin apegos que perpetúen la aflicción.
Pema Chodron es monja Budista y en su libro “Cuando todo se derrumba”, escribe sobre el miedo, diciendo: “el miedo es la reacción natural al acercarse a la verdad”, y agrega: “La verdad es tan sólo lo que está ocurriendo, ni bueno ni malo. Las cosas como son, lo que resta es verlas y aceptarlas. Hablo de poder llegar a familiarizarnos con el miedo, de mirarlo directamente a los ojos, no como una forma de resolver los problemas, sino como una manera de deshacer completamente las viejas maneras de ver, oír, oler, tocar, gustar, pensar, hacer, etc.”
Lo que habitualmente hacemos es disociarnos del miedo escapándonos o negándolo, cuando lo saludable, aunque duela es, en primer grado, aceptar que ésa es nuestra habitual reacción, no para culparnos sino para practicar la compasión incondicional con nosotros mismos, porque y aunque cueste creerlo, debajo del miedo lo que abunda es la ternura y el amor, sólo que apesadumbrados por el temblor, no conseguimos descubrir que esto es así.
Si ante el miedo actuamos con arrogancia o con humillación, en cualquiera de los dos casos lo que continuará creciendo será el miedo mismo. Si por el contrario, vemos en estas actitudes la oportunidad de conectarnos con la humildad y la ternura, no quedará territorio para que el miedo reine.
“Comprender la impermanencia es aprender a relajarnos en la ambigüedad y la incertidumbre sin tratar de echar mano de algo que nos cobije”, dice Pema Chodron.
La incapacidad de comprender la impermanencia de todo y de nosotros mismos, o el miedo a la muerte, que sería otra manera de hablar de lo mismo, se funda en la ilusión de que el día que lo tengamos todo y a todos bajo nuestro dominio, la felicidad incondicional será permanente y eterna.
Sin embargo, esta misma creencia está construida con una materia prima que no es otra cosa que el miedo. De más está decir cómo nos sentiremos cuando, tras alimentar tamaña ilusión, la venda nos sea arrancada por la ley del cambio que implacablemente se desliza como arena entre los dedos.
Nuestras adicciones son el fruto de la ansiada esperanza que nos inventamos de que “mañana todo será mejor”, producto de la dificultad de no comprender cómo funcionan las cosas en realidad. No hay mañana, hay este instante, nada más.
“Renunciar a la fantasía de la esperanza como algo perdurable y permanente, señala Pema Chodron, te anima a quedarte contigo mismo, a ser tu propio amigo, a no huir de ti mismo, a volver a lo simple y sin artificio, pase lo que pase”. Y concluye: “el telón de fondo de toda esta cuestión es el miedo a la muerte: es lo que nos inquieta, lo que nos hace sentir pánico, los que nos pone ansiosos. Pero si experimentamos completamente la desesperanza o, la impermanencia, renunciando a toda alternativa al momento presente, podemos tener con nuestras vidas, una relación honesta, alegre y directa, una relación que no ignore la realidad de esta ley incondicional y de la muerte misma".
Publicado por Claudio
Muy interesante y afín a mi forma de "sentir". Pero he de decir que aunque es muy positivo decirle a las personas que quieren "sentirse" que el esfuerzo o perseverancia son imprescindibles, también he de poner el "Yin" en contraposición al "yang", y comentar que el esfuerzo resultante del intento de alcanzar algo, te lleva de nuevo al comienzo del camino. Un abrazo.
ResponderEliminarHola Smoozz
EliminarCoincido Somoozz. Muchas gracias por tu aporte.
Claudio