En el año
2006, mi maestro Ricardo Dokyu publicó un “pequeño” libro titulado: “Introducción
a la práctica de zazen”. Por aquel entonces y quizás por la costumbre de leer
libros voluminosos acerca del zen y de gran contenido filosófico y explicativo,
es que sentí que un libro dedicado tan sólo a mostrar la postura de zazen, o
meditación sentada, parecía poco relevante o atractivo. Esto lo digo con todo
respeto y sin pudor, pues, y aunque por aquel entonces llevaba un tiempo
practicando zazen, lo evidente era que aún no lograba comprender la importancia
de aquel texto ilustrado con imágenes alusivas a la manera correcta de sentar
en zazen.
Menciono
este episodio porque días atrás leía un texto sobre un monje al que muchos
recordaban como a un hombre de pocas palabras, de dar respuestas justas y hasta
algunas veces hacerlo sólo con un guiño o un simple movimiento de sus manos, lo
que para algunos parecía no ser suficiente a la hora de comprender la práctica
del zen.
Esta anécdota
me llevó a formularme la siguiente pregunta: ¿acaso hay algo más importante que
un maestro deba enseñar que no sea la postura de zazen?
Por postura
de zazen, aludo no sólo al acto de sentar con las piernas cruzadas y la columna
erguida, sino a poder hacer zazen en el supermercado, el trabajo o en casa, es
decir, poder practicar una correcta postura ante la vida. Esa postura que
cuenta en qué grado somos coherentes entre nuestro decir y nuestro hacer.
Llegar a
este punto presupone haber podido comprender y realizar las cuatro nobles
verdades que Sidarta Gautama Buda postuló hace unos 2500 años, y practicar, en
este sentido, el óctuplo sendero (la cuarta noble verdad).
El óctuplo
sendero es la posibilidad de practicar: atención correcta, concentración
correcta, visión correcta, pensamiento correcto, palabra correcta, acción
correcta, esfuerzo correcto, modo correcto de ganarse la vida.
Se me
ocurre que mejor que explicar cada uno de estos senderos es que cada quién
escoja uno, lo que al mismo tiempo incluirá a los demás, y haga su propio
derrotero. A lo sumo y sobre este punto puedo aclarar que por correcto se
entienden ciertas conductas puestas en marcha a cada paso y no un mandato moral
rígido e inorgánico al que debemos obedecer ciegamente. Por lo tanto, lo correcto
únicamente estará determinado por lo que acontezca en tiempo presente, ya que
hasta que las cosas no suceden, no podremos saber a ciencia cierta cómo
responder a ellas.
Deseo
argumentar que no desdeño el lenguaje en sí mismo, después de todo, disfruto
mucho de la rica lectura que el zen y otras tantas obras literarias y poéticas
me han prodigado, como de los muchos vínculos que he podido ir estableciendo a
lo largo de estos años gracias a ir aprendiendo el modo correcto de expresar en
palabras, siempre que me es posible, mis sentimientos y mi pensar, pero también
es cierto que buena parte de lo que hasta ahora fui conociendo a través de la
lectura no siempre fue suficiente para alcanzar entendimientos o comprensiones
que me permitiesen dar un sentido más pleno y natural a mi vida, entonces, es
ahí cuando pasa a jugar el silencio, el gesto justo, conciso. Ese decir que no
requiere del lenguaje y sí muchas veces del hacer sin pensamientos que traben o
comploten con el fluir natural de las cosas.
Después de
todo, si con las palabras alcanzase para comprender, digamos, el zen, la vida,
el amor, la muerte o a Dios, ¿qué sentido guardaría el acto de sentar en
silencio y de cara a una pared? Más aún, las palabras, muchas veces, lejos de
aclararnos las cosas, las oscurecen. De hecho, temas como los que aquí subrayo,
han sido merecedores de una cantidad suntuosa de libros y libros que bien
llenaron las más prestigiosas bibliotecas del mundo, pero lejos de llegar a un
lugar común y de fácil comprensión para todos, sólo atiborraron más el asunto.
Hay
momentos para hablar y otros para callar, y hasta donde puedo saber, callar a
tiempo es la puerta de entrada a una poco practicada cualidad, saber escuchar. Un ejemplo que viene ahora a mi mente desde unos de esos muchos cuentos zen que seguramente hemos leído alguna vez: "si el día se muestra a cielo abierto y soleado, ¿es necesario decirlo?...
Sentarse,
aquietarse, cerrar la boca, respirar con lentitud, ver, comprender. La práctica
y la iluminación no son dos cosas separadas. La práctica es en sí misma la
iluminación, el despertar.
Entonces, y
para finalizar, que un maestro llegue a alcanzar la virtud de enseñar casi sin
palabras y desde su propio accionar es maravilloso y por demás suficiente, al
menos para mí. El practicante, en todo caso, al asumir la responsabilidad de
encarar un aprendizaje de tal austeridad será quien comprobará hasta dónde
puede involucrarse con la práctica silenciosa, tanto dentro como fuera del
Dojo, sin esperar que todo le sea explicado o masticado para sólo tener que
tragarlo. Una práctica basada en la capacidad de ver, discernir y actuar en
consecuencia.
Publicado por Claudio