Cuando hace casi dos años acabó la construcción del Dojo donde doy mis clases, noté que las personas que lo visitaban, ajenas a mis actividades profesionales (chi kung – meditación – shiatzu), al ver el lugar “vacío” y gobernado por la austeridad – excepto por un pequeño altar budista, una máscara del propio Buda que me obsequió mi mujer hace unos años, y una planta creciendo apaciblemente en un rincón, solían comentar cosas como: “Y cuando no das clases, ¿para qué lo usás?”; “Podrías festejar cumpleaños o fiestas con parientes o amigos”; o “quedaría mejor colgar algunos cuadros o imágenes, ya que hay tanto espacio en las paredes”... Lo curioso es que las mismas personas también decían: “qué paz hay en este lugar” (paz que no es intrínseca del espacio, sino un aporte diario de quienes pasamos por allí). Es decir, una vez que percibían la tranquilidad del Dojo, y como si la conciencia de ello les produjera alguna incomodidad, saltaban inmediatamente hacia terreno seguro para desde allí, sugerir ideas sobre qué hacer con tanto lugar vacío porque todo tiene que tener alguna utilidad o beneficio, ¿no? Esas personas, aunque puedan, aún se encuentran lejos de saber que: “un árbol retorcido no sirve para mueble, pero da sombra”.
En otra ocasión, sucedió que mientras me encontraba dentro de una de las piscinas termales del complejo turístico ubicado en San Clemente del Tuyú, Argentina, dando una clase de ejercicios de relajación y masajes para un grupo bastante numeroso de personas, y dentro de un clima de silencio y respeto, un matrimonio de mediana edad, incapaces de comprender todo lo que se estaba gestando, comenzó a burlarse y a criticar a media voz lo que estábamos haciendo. Por mi parte, no di ninguna importancia al asunto, pero algo después de terminada la clase, un grupo de mis alumnos mencionó el hecho con un tono bastante molesto, a lo que contesté: así como a nosotros nos vitaliza sintonizarnos con energías pacíficas o saludables, también hay personas que frente a la misma energía, se ven descolocadas de sus habituales comportamientos por lo que, temerosas de lo que se les mueve a causa de perder el control, no pueden más que ponerse a la defensiva atacando de un modo u otro lo que ocurre, buscando, a veces infructuosamente, sacarlo del medio o peor aún, destruirlo. En este caso y quizá porque comprendieron o simplemente por no pasar más papelón, el matrimonio en cuestión terminó sumándose a la clase.
Sábado por la noche. Uno de mis hermanos, mi mujer y yo quedamos en encontrarnos en la capital de Buenos Aires para pasear un poco, visitar alguna que otra librería y luego ir a comer. Mientras los esperaba, pues cada uno venía de lugares diferentes, me puse a observar el transitar de la gente. Y lo que veía era: celulares en mano, auriculares pegados a las orejas, miradas y gestos epilépticos, pasos apresurados, empujones, gritos, ¿robots?... Tanto ganó mi atención lo que veía que, por un momento, llegué a preguntarme qué día era, pues no podía creer que siendo sábado y estando en un lugar que oferta propuestas tan ricas en arte, gastronomía y cultura para ser degustadas placenteramente, esas personas corrieran de un lado al otro como suelen hacerlo por esas mismas calles durante las horas laborales del resto de la semana. Insisto, era sábado, entonces: ¿no es acaso un día en el que nos gusta salir a pasear, despreocupados y relajados de la rutina y las obligaciones...?
Por un momento, me ocupé de sentir cómo mi cuerpo vivía todo aquello y noté que estaba vacío de todo deseo, sólo reinaba la necesidad del encuentro y el paseo distendido por una ciudad que pocas veces visito; calmado como si alguna divinidad me hubiese asegurado poseer todo el tiempo del mundo, y silencioso, para poder escucharme y no caer en la crítica facilista, ya que no hace muchos años yo también corría, llenaba todo vacío posible con cosas vanas y rara vez me hallaba sosegado y contemplativo.
Causas para no soportar un espacio vacío, un momento de calma y hacer silencio deben existir muchas. Pero quiero apuntar a la que me parece viene siendo desde hace varias décadas, quizá, la causa principal: tener y hacer, en lugar de ser.
Tener y hacer a cualquier precio en detrimento del Ser, aunque vayan incluidas nuestra integridad y la del planeta. Dice Osho: “El ser significa tu centro más interno, hacer significa tus actividades superficiales en la circunferencia. Hacer significa tu relación con otros, con el mundo externo, y ser significa tú tal como eres internamente”. Y continúa: “Puedes Ser sin hacer nada, pero no puedes Ser sin el Ser. El hacer es secundario, prescindible. Un hombre puede permanecer inactivo, sin hacer nada, pero un hombre no puede estar sin Ser”. El Ser es la esencia.
Jesús, Buda, Krishna hablaron acerca del Ser, pero los maestros, gurús, profesores, sectas, sacerdotes, instituciones, hablan de hacer. De ese hacer institucionalizado nace una cierta falsa moral que sólo busca a través de reglamentaciones, ordenanzas y leyes, controlar y dominar con un solo objetivo: anestesiar toda posibilidad de acceder al Ser. Por el contrario, cuando el Ser se manifiesta, lo incluye todo, de manera que no precisa de semáforos que le digan cuándo cruzar o quedarse quieto.
El hacer es del Ego; el Ser es nuestra verdadera naturaleza. Pero, ¿cómo acceder a esta comprensión, si llenamos nuestras casas de montones de cosas, si colapsamos nuestra casa-cuerpo de toxinas, si las conversaciones no pasan de salpicar meros títulos en una competencia por ver quién tiene razón y suponer que por eso se “sabe” más? Y, ¿ es acaso que nadie escucha más que sus propias palabras? Ni tan siquiera eso, porque de poder escucharse concientemente, claro, descubrirían la fachada y lo que se oculta debajo de ella. Y, ¿qué es eso que ocultamos? El Ser. Por supuesto, no lo hacemos a propósito, porque casi nadie sabe de la existencia de ese Ser, y es que estamos tan convencidos de que somos lo que tenemos y lo que hacemos que únicamente “vivimos” desde ahí, desde el personaje.
Tenemos más de lo imprescindible y hacemos hasta lo impensando por obtenerlo, porque así nos garantizamos no quedar afuera de lo aceptado y establecido. Hipotecamos la salud mental, emocional y física sólo por estatus, por pertenecer a una mayoría, ¿ganadora?, porque esa condición nos hace “ser” lo que somos.
Para abarrotarnos de todo lo que se supone debemos tener, hacemos uso de la casi totalidad de nuestro potencial en pos de lo impermanente y perecedero, convencidos de que lo obtenido será nuestro de por vida sin poder comprobar la futilidad de dicha acción en la acción misma, pues reclamamos seguridad y garantía a cosas, situaciones y personas que no pueden dárnoslo permanentemente porque, paradójicamente, nada es permanente.
Por consiguiente, la calma y el silencio acaban brillando por su ausencia, hasta que el elástico se rompe forzándonos a ver lo que hasta ese momento tanto nos negamos a aceptar. En otras palabras: “el camino que tomamos para no ver lo que no nos gusta o no queremos es, justamente, el que nos llevará a su encuentro”.
A medida que nos vamos desprendiendo de lo adquirido - pensamientos, objetos, costumbres -, se va haciendo evidente el Ser, causa por la que van disminuyendo los deseos y quedando las necesidades (las cosas a nuestro servicio, y no al revés); por lo tanto, toda actividad se hará desde allí, desde nuestro centro, lo que equivale a decir que accionaremos desde la sinceridad y no desde la culpa, el mandato o el deber.
Como han dicho los maestros repetidas veces: “no hay ningún lugar adonde ir para descubrir nuestro Ser, porque se encuentra exactamente aquí donde estamos, bajo nuestros pies”. El Ser asfixiándose debajo de mucho de lo que tenemos. Tapado por un hacer frenético y compulsivo por llegar adonde no llegaremos nunca, porque la carrera en una sociedad consumista no tiene fin. Basta ver los avisos publicitarios y darnos cuenta cómo cada día sale a la venta un nuevo producto que “no podés dejar de tener”, haciendo del que adquirimos el día anterior un residuo más entre los millones de toneladas de residuos de una lista de basura que nunca acaba.
Encontrar un rincón y momento del día en el que nos podamos sentar con nosotros y escuchar nuestra respiración es la propuesta para poder tener una visión clara de las causas y condiciones que nos llevaron hasta este presente, en el que la vida sucede mientras nos quedamos sujetos al pasado o escapándonos hacia un futuro ilusorio.
El vacío nos recuerda nuestro Ser. La calma amplía la mirada y el mundo se logra ver tal como es, sin disfraces, pues lo vemos desde el vacío, o sea, sin prejuicios o valoraciones culturales aprendidas. Y el silencio se vuelve música.
Deja que las cosas salgan de tu Ser. No dirijas ni controles tus acciones; transforma tu Ser. Lo real no es lo que tú haces, lo real es lo que tú eres.- Osho.
Publicado por Claudio