Cuando la nobleza de la materia y la templanza del acero vuelven vitales lo inorgánico, la vida gana un brillo exquisito.
Así lo sentí mientras lavaba una cacerola enlozada a la que llamo, "la madre de las batallas duras",. porque me acompaña desde un tiempo que ya no recuerdo; siempre dispuesta a recibir en su bocaza sin tapa (la que alguna vez la revistió de cierta elegancia pero que, vaya uno a saber en que rincón termino,) todo lo que allí vierto para compartir y nutrir el cuerpo y el alma de propios y ajenos.
Se me ocurre pensar que rara vez le dispensamos un gesto amoroso a los cacharros, utensilios y artefactos que utilizamos para preparar nuestros alimentos. Quizás sí lo hagan, con cariño y esmero, los hombres y mujeres que aman el arte de crear universos culinarios, no sólo por su valor económico o el afecto incluido de quienes se los hayan obsequiado, también, por el lazo de amor que se cuece entre el Tenzo (cocinero en japonés) y sus trastos de cocina. Un amor que va madurando al cortar, amasar, revolver, mezclar o macerar cada producto, cada ingrediente que este misterioso planeta nos prodiga en una convivencia diaria, donde esos implementos también son golpeados, quemados y rasqueteados hasta dejarlos nuevamente prestos para la faena siguiente.
Así sucedió, les narraba, cuando al lavar mi cacerola azul, un sincero y desprendido afecto me surgió hacia ella, que hasta podría decir que la sentí casi viva entre mis manos No pude evitar que esa emoción la ungiera de gratitud por darme tanto sin quejarse, sin reclamar a pesar de haberla sometido a todo tipo de avatares y yerros, los que más de una vez la pusieron al borde de su extinción. Sin embargo y pese a tanto trajinar entre preparaciones de mermeladas, pastas, verduras al vapor, polentas, arroces y legumbres, no ha dejado ni por un instante de estar dispuesta para lo que se precisase cocinar.
Entiendo que puede resultar algo extraño ver en un objeto inanimado rasgos de “vida” pero, lo que no puedo obviar, es el valor añadido a un instrumento de cocina más por su generosidad inclaudicable que por lo costoso del metal con el que fue construido o la estética de su diseño.
Y es que aún viejita y maltrecha, esta cacerola no se permite el lujo de retirarse ni de dejarme solo en mi intento, muchas veces torpe, por aprender el bello arte de cocinar. Arte que, en el budismo zen, es comparable a la práctica de zazen, ya que se trata de descubrir lo extraordinario en lo ordinario, en lo cotidiano, es decir, descubrirse en uno mismo.
Tanta trascendencia tiene la cocina en el budismo zen que, el maestro fundacional de la escuela soto zen, Eihei Dogen, escribió en el siglo XIII de nuestra era, un tratado al respecto titulado: Tenzo kyokun, (instrucciones para el cocinero de un monasterio) donde relata de modo pormenorizado, el uso y trato apropiado y correcto que debe prodigarse al alimento como a todo lo que involucre las múltiples tareas en ese recinto.
Por consiguiente y como durante zazen, cocinar se practica con atención, disciplina, diligencia y sensibilidad. Dicha práctica se aprende a realizarse con respeto, humildad, entrega y servicio para el bien de uno y de los demás. En consecuencia, no olvidemos que, a la hora de tratar con los enseres o cachivaches, estos fueron creados no sólo para su utilidad práctica, también para cocinar nuestra vida y que huela rica.
Si así sucede, de seguro que el aroma expelido, despertara en más de uno la confianza y la convicción por ponerse el delantal o, el samu-e (ropa de trabajo y práctica de zazen) para ir directo y decidido a disolverse en el corazón jugoso de nuestra propia naturaleza Búdica e inabarcable.
Shodo Rios