viernes, 22 de diciembre de 2017

Madre memoria




La memoria va despuntando como el sol en una mañana cualquiera; de esas mañanas que solo nacen a los ojos de quien espera a una novia dulce y bella.
La memoria que vuelve desde el océano o desde antes de todo lo que se pueda narrar.
La memoria que somos y desde la que vuelvo en un oscuro silencio vivo.
Lloro, grito y pataleo hasta rendirme a los brazos de la eternidad.
Arena la piel, simiente los pies, cielo los ojos, sangre mi sangre de todos los que  mueren de amor, bala o hambre.
Cuerpo lacerado, crucificado sobre maderos de ignorancia y renacido de completa felicidad en tu cuerpo, siempre.

Vuelvo a recobrar el aliento de los guerreros que nada buscaban, nada pedían pero, que siempre señalaban no el camino de la valentía como si, el de la compasión.
Retorno al vientre húmedo de la  madre tierra desde las cenizas de los pueblos violentados que como una flor en el desierto más cruel, renace.
Rescato y lavo las historias de la carne abandonada tras largos inviernos al pánico y el acero.
Soy Jesús y soy Buda porque también he sido aquel brutal asesino.
Soy el que ahora torpemente transcribe signos o letras apresuradas por decir lo que no puede explicarse y por raro que parezca, también soy el que nunca ha escrito nada que a la memoria cósmica no permanezca.

La memoria que veo llegar en sandalias y sin prisa es la memoria que no se puede pintar en ninguna tela, la que no se puede escribir en ningún poema, la memoria que no se puede cantar siquiera, y que de nada se oculta ni de la que nadie es ajena.
La memoria de la que hablo, no es el recuerdo inquieto que se pegotea y maquilla para que no duela.
Esta memoria duele, como duele parir, despedirse para nunca regresar por mucho que no se quiera.
Es la memoria que me despierta con un beso en la frente para que comprenda que en realidad no hay a donde ir, no  hay a donde llegar porque siempre, siempre estamos donde no se ha inventado el tiempo ni el espacio que nos pueda acorralar.





Está la memoria madre en una ameba, en el árbol, en las abejas, en los ojos del tigre, en la fina hierba, en las nubes que ciegan la montaña y en la montaña también.
Por eso no se va y sin embargo vuelve, siempre vuelve como vuelven las aguas luego de un milenio a su manantial.
Mientras tanto, mientras parece que no está o no existe siquiera, porque entretenidos en poseer lo inasible no se siente todavía la nada que sofoca, menos aún las mariposas que danzan buscando la purificación sobre el fuego que arde, alumbra y quema; mientras la memoria nos juega a las escondidas, uno queda agarrotado de cemento y desamparo; boyando en el naufragio de una consciencia débil que no entiende cómo es posible esta vida cuyo principio no rememoro y cuyo final por no comprendido aterra
Pese a todo vaticinio funesto y vil calma, que la memoria sigue aquí, en las tinieblas de la ignorancia como en la inevitable incertidumbre de la inocencia.
La memoria que cabalga mutante y eterna, hasta que el pecho se quiebra y caemos desde el alma a los abismos de su bendita omnipresencia.
Luego y, pasado el vendaval, reconocemos que hemos aprendido como sonreirle al amor, como abrazar la pena resucitando del odio y la condena.

La memoria que ya no necesita ser señalada porque no hay hacia donde apuntar el dedo, porque tampoco quedan dedos ni preguntas, es la memoria donde mueren todas las palabras porque ya se volvió toda palabra posible, memoria.

Claudio Daniel Rios

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