lunes, 14 de septiembre de 2020

Los primeros maestros, son los padres.



Somos hijos del cielo y de la tierra. Hijos de hombre y mujer; una prolongación de todas las existencias en un limitado cuerpo con enormes probabilidades de ser aquello para lo que hemos venido.

Un soplo de vida que bien puede quedar a penas en un deseo trunco por crecer o, evolucionar e ir más allá incluso, de lo deseado.

Para el viaje, según mi experiencia, se requiere aprender a conocer, comprender y aceptar a esos progenitores sin los cuales, este cuerpo nada sabría de la vida y tampoco podría servir de vehículo al alma que, encarnada, busca formarse y evolucionar.

Esos padres que nos dan todo cuanto han tenido y supieron dar. Si lo pensamos buenamente y partiendo del supuesto de que nos amaron, pregunto: de haber podido ¿no nos hubiesen dado mucho más de lo que nos brindaron para nuestro bienestar? Muy probablemente la respuesta es afirmativa. Sin embargo, nos dieron lo que nos ofrecieron con la salvedad de que, de todo cuanto recibimos, con lo que, a fin de cuentas  nos quedamos, es con los gestos, palabras y señales que nos marcaron.

Marcas indelebles como las del amor incondicional o profundas y oscuras como solo el abuso o el desprecio son capaces de generar. Marcas, producto del modo en cómo cada uno de nosotros supo hacerse de lo vivido en relación con ellos y sus formas, mandatos y moral. 

Dicho de otro modo, nos es lo que nos transmitieron lo que nos a dañado o nos enaltece sino, lo que nosotros pudimos hacer con ese legado. Señalo particularmente la palabra pudimos pues, a ciertas edades, no hay otra cosa a nuestro alcance emocional o psicológico que lo que podemos, debido a las limitaciones evolutivas naturales de esos períodos de nuestra vida. Y también la resalto para no caer en la consabida culpa que nos lleva a pensar, "debí hacer otra cosa para evitar que me lastimen", sin percatarnos de que, ese pensamiento, es sólo un intento del ego, siempre ocupado en destacar sus virtudes,  y en evitar la verguénza. o el conflicto. 



Cuando nos llega el turno y la vocación por evolucionar en consciencia humana; cuando vamos aprendiendo a sentir el modo en el que el alma nos habla, es el día en el que, para ir al encuentro con nosotros mismos, será indispensable hacer el viaje del que hablo hacia atrás. Hacia el pasado que aún late en nuestro interior. Sin ese periplo, no se podrá avanzar y, menos aún, ascender a otra dimensión. Es que esas heridas, ahora escuchadas, nos están invitando a que nos ocupemos de sanarlas. 

Ese viaje se hace aquí, en el presente, acudiendo a nuestro niño interior o subconsciente. Ese encuentro no debe soslayarse ya que es donde aún supuran las heridas. Es desde este adulto que nos acercamos a nuestro niño para hablarle con respeto y amabilidad; para contarle que ya no hay razón para continuar penando o apelando a la ira para defenderse de lo que ha dejado de suceder. EL encuentro se hará repetidas veces hasta que el niño comprenda nuestra buena intención y confíe. porque es a partir de él  que podemos comunicarnos con nuestro SER, Yo superior o supraconsciente, Es el niño interior el que le cuenta que ya estamos listos, dispuestos y habilitados para recibir las herramientas con las cuales nos ocupemos de sanarnos.

Cuando así no lo hacemos (siendo tan fundacional la relación paterna como es), lo que sucede es que, lo no resuelto en nosotros con ellos, se reflejará en las distintas relaciones que iremos manteniendo a lo largo de nuestra vida. Parejas que se parecen a alguno de nuestros padres. Relaciones laborales conflictivas basadas en las mismas falencias emocionales que nos atan al padre o a la madre. Figuras del espectáculo, deportistas o, hasta políticos en los cuales proyectamos, inconscientemente, el deseo de los padres que nos hubiese gustado tener o que sí hemos tenido y buscamos perpetuar en esos otros que, sin saberlo, lejos estamos de verlos como son sino que, los miramos teñidos por el dolor o la frustración que todavía nos aqueja.

Cualquier tipo de relación que establecemos en los distintos períodos de nuestra vida, en la medida que lo que aún no pudimos dirigir al plano de la sanación, se nos mostrara en esas personas, como un recordatorio constante del examen que nos queda por rendir. Un examen que no es con ellos, con nuestros padres, es con nosotros mismos. 

Recuerden, no son las cosas las que determinan nuestra vida, es la manera como las abordamos lo que le da forma a nuestra realidad cotidiana..



Por eso digo siempre que, nadie puede hacer la labor de evolucionar espiritualmente por uno más, que uno mismo. Si alcanzamos a dimensionar su enorme valor, la vida se torna una bendición. Es que tanto nos ama que nos muestra en los demás seres y situaciones, lo que resta hacer para continuar avanzando.

El dolor implícito en el viaje, es el conflicto ineludible a partir del cual se aprende y se eleva el alma. Es el espacio apretado el útero para el segundo nacimiento. Lo que muchos llaman el perdón. Un perdón dirigido hacia nuestro niño interior porque no sabíamos que no sabíamos. Que no pudimos.

Claro, sin el primer nacimiento, el segundo es imposible sin embargo, hay quienes sólo conocen el primero y nunca, al menos en esta vida, (presupongo la existencia de otras) cómo es nacer a la consciencia pura. 

Esto es lo que los maestros llamaban, en sentido contrario, morir dos veces, morir al ego (los miedos o,primer nacimiento) y la muerte del cuerpo físico. El alma no muere, tan solo busca retornar a la divinidad de la que procede.

Estoy dando por sobre entendido que, si hemos encarnado en esta condición humana, no ha sido nada más que para sobrevivir. Vinimos para aprender algo que cada quién habrá de descubrir bajo su responsabilidad sabiendo que lo que decida, repercutirá en su ser como en todo lo que lo rodea.

La palabra definitiva, el impulso sentido y atendido, es menester de cada ser humano. O permanecemos parapetados e indefensos, gestando y avalando bajo esa condición, todo tipo de auto engaños o, nos atrevemos a nacer de nuevo.

Shodo Rios 

martes, 1 de septiembre de 2020

El olvidado arte de pensarnos



Pensar es una madeja de recuerdos e imágenes que se entrelazan en la urdimbre de una vida finita; en un mundo cada vez menos visitado como es la mente, el corazón y que da, como resultado de ahondar en ese entramado, el poder conocer a raíz de lo tejido.

Me gusta llamar a la acción de pensar, como a su hija dilecta, la reflexión, el oficio de pensar. El oficio como lo que es, la obra confeccionada a mano, corazón y mente. Por eso, es que, del pensar que hablo no es del ligado al análisis o la valoración (muy necesarias en ocasiones, por supuesto) menos aún, hablo de la crítica muchas veces despiadada del yo que no duda en auto doblegarse en la murmuración de una elocuencia pueril y baja que los nudos del ego atan por sí mismo y luego, ante la desesperación inevitable, buscan la complacencia o la culpa para justificar su apurado y enredado hacer. 

Del pensar que hablo, es el de la observación pura que permita, al menos, palpar la presencia del tejedor inefable al que muchos llaman irrespetuosamente, Dios.

Volviendo al telar como marco de la consciencia viva y que me remite a las abuelas de la Pachamama digo, observar es percibir los conceptos sobre lo observado, las ideas amarradas a la lana bruta de lo aprendido y notar cómo cuesta desarmar lo apelmazado en la mente y el cuerpo cuando buscamos hacerlo de prepo, justamente, por carecer de oficio.



A medida que vamos animándonos a mezclar los colores o, los colores se funden en la piel seduciéndola para que los deje entrar directo al alma, aunque en el camino se interpongan la carne, los huesos y los miedos, notamos el pulsar de esa misma masa latente de vida tan bella como destinada a pudrirse, convocada a la dulce travesía del vivir que muchas veces, nos guste o no, se vuelve agria y oscura y siempre misteriosa. 

Quien no abrace el arte de mirar con los ojos entornados, no podrá intuir que la perilla a pulsar para echar luz sobre la confusión del entramado, está en sí mismo, razón de más para correr o espantarse y permanecer congelado. Nada de que culparse pues, así nos lo han enseñado sangre tras sangre. O, quizás, y con el debido respeto deba aceptar que, gentilmente, sí hubo quienes nos mostraron el sitio exacto por donde cada uno andar su despertar, pero, vaya a saber en qué escaparate nos quedamos envilecidos que ni nos enteramos. 

Observar es un bello oficio que amo porque es el amor mismo; el amor convidándonos al banquete del mirar, del ver, del ser y a desaparecer. ¿Desaparecer?! ¿de dónde? No de dónde, de qué, porque, cuando el observador y lo observado se funden, aunque más no sea por un breve milisegundo, es cuando el "yo" y el Ser, se vuelven uno y sólo uno. Un uno al que, probablemente, tampoco le quepa esa condición, me arrogo ese concepto en un intento por explicarlo, y es que, si toda división conceptual se desvanece, como la neblina al despuntar el sol entonces, ¿quién queda como testigo para que podamos llamarlo el uno? 

Lo separado o lo unido comprendido de entrecruzamiento en entrecruzamiento de lanas y vivencias, se quedan nada más que, en un concepto práctico, porque, separado o unido es, en última instancia, sólo retórica sino se pone el cuerpo y el alma en el vivir.Sin los horizontes ni los cielos, ¿cómo confeccionar un verdadero vestir?

Sin embargo, me permito sugerir no darse prisa porque todo oficio requiere tiempo,gozo,  perseverancia, paciencia y, sobre todo, saber si hemos sido llamados para ejercerlo. Carecer de ese llamamiento que el alma hace un día, nos puede llevar, fascinados por la aventura, a salir corriendo sin los pertrechos suficientes y terminar en mitad del desierto sin agua por confiar demasiado en que, "Dios proveerá".

El entramado que el oficio teje hilada tras hilada, al pensarnos, sentirnos, reflexionar; avanzando, retrocediendo y teniendo que esperar a veces, a que amaine el temporal, más allá de análisis o evaluaciones, como dije al comienzo, no es más que la forma de un vacío o esencia que permite vernos en ella y descubrir la existencia de algo llamado consciencia clara, libertad, atención plena, tiempo presente, capacidad de ser, hacer y desaprender; amor puro, confianza y la simplicidad de lograr caminar por donde sea propicio.



Reencontrarnos con el poder de elaborar nuestra vida según nuestras propias fuerzas. Amar sin medida porque ese es el amor verdadero, (el otro, siempre sabe a poco) y desinteresados de toda expectativa, es el pensarnos con la perspectiva de la que seamos capaces. El delicado oficio de pensarnos es lo que habilita a desarmar los miedos y las dudas. Las creencias, el optimismo inerte y la esperanza gris que se paren del mismo temor y desconfianza; luego, es cuestión de tiempo para que lleguen el hambre y la miseria.Este noble oficio, el oficio de pensar, es la oportunidad para lucir aquello que nos atrevimos a elaborar de mano propia, desoyendo el imperio de las modas; incluso, a riesgo de errar por mucho. Después de todo, es más elevado un yerro en el camino de aprender que, el esfuerzo absurdo de que los puntos sueltos no se noten.

Pensarnos es repensar el mundo sobre el que estamos de pie y enaltecerlo o, dejamos que nos venza la pereza, la comodidad del individualismo y el rosario de males que de esa condición deriven. 

En pocas palabras, dejar de pensarnos, de vernos, de percibirnos y disfrutar la maravilla intuitiva del ser humano devenido naturaleza viva, es vestir harapos. Raídas y desteñidas telas; motivo demás para tomar el telar, la vida en nuestras manos y, mirándole la fachada al miedo, animarnos a atravesárlo con las agujas del amor, de la gratitud bien habida y tejer, inspirados por el aliento divino de la creación y hacer del oficio bello de pensar y vivir, una prenda de dignidad humana

Shodo Rios