Somos hijos del cielo y de la tierra. Hijos de hombre y mujer; una prolongación de todas las existencias en un limitado cuerpo con enormes probabilidades de ser aquello para lo que hemos venido.
Un soplo de vida que bien puede quedar a penas en un deseo trunco por crecer o, evolucionar e ir más allá incluso, de lo deseado.
Para el viaje, según mi experiencia, se requiere aprender a conocer, comprender y aceptar a esos progenitores sin los cuales, este cuerpo nada sabría de la vida y tampoco podría servir de vehículo al alma que, encarnada, busca formarse y evolucionar.
Esos padres que nos dan todo cuanto han tenido y supieron dar. Si lo pensamos buenamente y partiendo del supuesto de que nos amaron, pregunto: de haber podido ¿no nos hubiesen dado mucho más de lo que nos brindaron para nuestro bienestar? Muy probablemente la respuesta es afirmativa. Sin embargo, nos dieron lo que nos ofrecieron con la salvedad de que, de todo cuanto recibimos, con lo que, a fin de cuentas nos quedamos, es con los gestos, palabras y señales que nos marcaron.
Marcas indelebles como las del amor incondicional o profundas y oscuras como solo el abuso o el desprecio son capaces de generar. Marcas, producto del modo en cómo cada uno de nosotros supo hacerse de lo vivido en relación con ellos y sus formas, mandatos y moral.
Dicho de otro modo, nos es lo que nos transmitieron lo que nos a dañado o nos enaltece sino, lo que nosotros pudimos hacer con ese legado. Señalo particularmente la palabra pudimos pues, a ciertas edades, no hay otra cosa a nuestro alcance emocional o psicológico que lo que podemos, debido a las limitaciones evolutivas naturales de esos períodos de nuestra vida. Y también la resalto para no caer en la consabida culpa que nos lleva a pensar, "debí hacer otra cosa para evitar que me lastimen", sin percatarnos de que, ese pensamiento, es sólo un intento del ego, siempre ocupado en destacar sus virtudes, y en evitar la verguénza. o el conflicto.
Cuando nos llega el turno y la vocación por evolucionar en consciencia humana; cuando vamos aprendiendo a sentir el modo en el que el alma nos habla, es el día en el que, para ir al encuentro con nosotros mismos, será indispensable hacer el viaje del que hablo hacia atrás. Hacia el pasado que aún late en nuestro interior. Sin ese periplo, no se podrá avanzar y, menos aún, ascender a otra dimensión. Es que esas heridas, ahora escuchadas, nos están invitando a que nos ocupemos de sanarlas.
Ese viaje se hace aquí, en el presente, acudiendo a nuestro niño interior o subconsciente. Ese encuentro no debe soslayarse ya que es donde aún supuran las heridas. Es desde este adulto que nos acercamos a nuestro niño para hablarle con respeto y amabilidad; para contarle que ya no hay razón para continuar penando o apelando a la ira para defenderse de lo que ha dejado de suceder. EL encuentro se hará repetidas veces hasta que el niño comprenda nuestra buena intención y confíe. porque es a partir de él que podemos comunicarnos con nuestro SER, Yo superior o supraconsciente, Es el niño interior el que le cuenta que ya estamos listos, dispuestos y habilitados para recibir las herramientas con las cuales nos ocupemos de sanarnos.
Cuando así no lo hacemos (siendo tan fundacional la relación paterna como es), lo que sucede es que, lo no resuelto en nosotros con ellos, se reflejará en las distintas relaciones que iremos manteniendo a lo largo de nuestra vida. Parejas que se parecen a alguno de nuestros padres. Relaciones laborales conflictivas basadas en las mismas falencias emocionales que nos atan al padre o a la madre. Figuras del espectáculo, deportistas o, hasta políticos en los cuales proyectamos, inconscientemente, el deseo de los padres que nos hubiese gustado tener o que sí hemos tenido y buscamos perpetuar en esos otros que, sin saberlo, lejos estamos de verlos como son sino que, los miramos teñidos por el dolor o la frustración que todavía nos aqueja.
Cualquier tipo de relación que establecemos en los distintos períodos de nuestra vida, en la medida que lo que aún no pudimos dirigir al plano de la sanación, se nos mostrara en esas personas, como un recordatorio constante del examen que nos queda por rendir. Un examen que no es con ellos, con nuestros padres, es con nosotros mismos.
Recuerden, no son las cosas las que determinan nuestra vida, es la manera como las abordamos lo que le da forma a nuestra realidad cotidiana..
Por eso digo siempre que, nadie puede hacer la labor de evolucionar espiritualmente por uno más, que uno mismo. Si alcanzamos a dimensionar su enorme valor, la vida se torna una bendición. Es que tanto nos ama que nos muestra en los demás seres y situaciones, lo que resta hacer para continuar avanzando.
El dolor implícito en el viaje, es el conflicto ineludible a partir del cual se aprende y se eleva el alma. Es el espacio apretado el útero para el segundo nacimiento. Lo que muchos llaman el perdón. Un perdón dirigido hacia nuestro niño interior porque no sabíamos que no sabíamos. Que no pudimos.
Claro, sin el primer nacimiento, el segundo es imposible sin embargo, hay quienes sólo conocen el primero y nunca, al menos en esta vida, (presupongo la existencia de otras) cómo es nacer a la consciencia pura.
Esto es lo que los maestros llamaban, en sentido contrario, morir dos veces, morir al ego (los miedos o,primer nacimiento) y la muerte del cuerpo físico. El alma no muere, tan solo busca retornar a la divinidad de la que procede.
Estoy dando por sobre entendido que, si hemos encarnado en esta condición humana, no ha sido nada más que para sobrevivir. Vinimos para aprender algo que cada quién habrá de descubrir bajo su responsabilidad sabiendo que lo que decida, repercutirá en su ser como en todo lo que lo rodea.
La palabra definitiva, el impulso sentido y atendido, es menester de cada ser humano. O permanecemos parapetados e indefensos, gestando y avalando bajo esa condición, todo tipo de auto engaños o, nos atrevemos a nacer de nuevo.
Shodo Rios
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