Tras
dieciocho años de ejercer mi profesión y habiendo tenido la ocasión de tratar
con numerosas personas que pasaron y pasan por mis clases de Chi Kung como por
las sesiones de masajes o las prácticas de zazen, no puedo resignarme a tomar
como “normal” el trato poco o nada afectuoso y respetuoso que muchas o varias
de ellas tienen sobre sí mismas y sus distintas manifestaciones físicas o
anímicas. Esto es, escucho y observo cuánto maltrato existe en relación a uno
mismo a la hora de tener que enfrentar alguna circunstancia desfavorable con su
propia salud. Palabras agraviantes, enojosas o de absoluto rechazo dirigidas
hacia la enfermedad sin notar que, en realidad, esas palabras recorren siempre
un camino circular, o sea, hacia uno mismo, pues cuando insultamos a un músculo
contracturado o a alguna afección orgánica, por ejemplo, no notamos que esa
manifestación, cargada de una profunda conmoción emocional nace en nosotros
mismos y, aunque en el recorrido alguien se vea salpicado, la vibración emitida
vuelve al mismo lugar desde donde partió, es decir, a nosotros mismos, y con el
agregado de que, muy probablemente, se vea aumentada dicha situación.
Podríamos
dedicar páginas y páginas a las muchas causas que obedecen a este tipo de
automaltrato, de hecho, el psicoanálisis ya nos habló sobre la pulsión de
muerte que subyace en todo ser y que, en ocasiones, es la única fuerza que
prevalece para “vivir la vida”, aunque paradójicamente y de seguro muy lejos de
la conciencia de quien la manifiesta, sólo acabe conduciendo al único lugar
posible para sí mismo o incluso para los demás, que es la misma muerte.
Por otra
parte, y recordando cierto postulado que reza aquello de que lo importante
suelen ser las preguntas y no tanto las respuestas, la pregunta de ¿por qué la
autodestrucción? ha sido para mí un motor que me ha invitado siempre a la
indagación, al conócete a ti mismo; no importa si ese uno mismo un buen día nos
termina por revelar nuestra verdadera identidad, lo que sí me agrada es el camino
incierto, inesperado y sinuoso que la sola pregunta genera.
Sumo dentro
de esta pregunta actitudes que muchas veces no son consideradas como
autoaniquiladoras, por ejemplo, me suelo preguntar: ¿acaso correr denodadamente
en busca de metas materiales, de las que casi nunca nos vemos lo
suficientemente satisfechos, no es un modo concreto de autodestrucción?, sobre
todo si en ello va en juego nuestra salud y las relaciones afectivas
implicadas. ¿No resulta un verdadero desperdicio saber que, a diferencia del
resto del mundo animal, somos los únicos que tenemos conciencia de nosotros
mismos como de nuestras acciones, pensamientos o palabras y, así y todo, no son
tantas las veces las que sabemos cómo usar dicha conciencia? ¿No es la falta de
indagación sobre uno mismo lo que lleva a muchas personas a ser meros
repetidores de las palabras de otros, aumentando de ese modo la ignorancia de
no comprender que las palabras de otros
son, cuanto mucho, sólo puntos de vista y, como todo punto de vista,
relativo? O sea, ¿qué nos impide pasar de la creencia al saber? (Saber: conocer
por la propia experiencia. Creer: repetir como propias las
palabras/experiencias de otros)
¿No son
siempre las justificaciones las que vienen al rescate a la hora de explicar por
qué no dejamos de hacer aquello que nos daña, en lugar de aprovechar dicha
situación para indagar y encontrar las causas de tanta justificación
autodestructiva?
Cuando insultamos al dolor o a la enfermedad, ¿a
quién suponemos que estamos maltratando? ¿A alguno de nuestros padres por lo
que estos pudieron haber depositado en nosotros, a los seres queridos porque no
nos comprenden, al sistema de salud o al médico que “no nos cura” como
pretendemos? ¿Es el cuerpo sólo un manojo de músculos, huesos y tripas que
pueden funcionar separadamente de todo lo demás? ¿Es por esta creencia del
cuerpo como una sumatoria de partes que también creemos que la enfermedad viene
de afuera y por ello buscamos el remedio afuera?
¿Qué lleva
a una persona a la creencia de que sus acciones o faltas no tienen ninguna
influencia sobre su salud, la idea fuertemente arraigada de que si hay un Dios
que lo ve y controla todo, es sólo Él quien tiene potestad sobre nosotros y
nosotros somos tan siquiera meros títeres de sus caprichos o designios?
Ejemplo:
¿Quién decide comer cualquier cosa sin observar sus consecuencias a corto,
mediano o largo plazo, la comida por sí misma, la cultura imperante como si
ésta tuviese autonomía fuera de nosotros o cada uno al momento de hacerlo?
Es
interesante observar cómo desde el lenguaje también eludimos la relación con el
cuerpo, al mencionar en tercera persona a nuestros órganos, al decir, por
ejemplo: “el hígado”, “los dientes”, “la mano”, como si estuviésemos hablando
de las “partes” del cuerpo de otro, al mismo tiempo que señalamos el nuestro.
Probablemente
no tenga gran significancia decir esto, pero no olvidemos que también nos
estructuramos en rededor de una lengua, de sus significados y, sobre todo, de
la intención o emoción que conllevan.
Desde ya
que no pretendo que a la hora de nombrar a cualquiera de nuestros órganos o
sistemas lo hagamos en primera persona: “mi hígado”, pues también queda librada
a la reflexión, hasta qué punto soy dueño de “mi cuerpo” y quién sería “ése” al
que le otorgamos el rol de propietario, o si soy tan sólo tiempo y energía que
fluye, como todo tiempo y energía lo hace, ahora en este cuerpo humano, mañana
en polvo o moléculas de algún otro cuerpo.
Cuerpo
humano, cuerpo árbol, cuerpo animal. La naturaleza en su infinita sabiduría no
hace ni más ni menos que lo que les es imprescindible. Lo fundamental en
nosotros es la naturaleza expresada en un cuerpo sin el cual nada de lo que
llamamos nuestra vida sería posible, entonces ¿ si no hay nada que podamos
hacer, tener o desear sin un cuerpo humano, por qué ese solo hecho no es razón
suficiente para amarlo, cuidarlo y respetarlo? ¿Qué lugar suponemos que
ocuparía nuestra individualidad con todos sus componentes materiales,
afectivos, familiares y sociales si no tuviésemos o fuésemos un cuerpo humano?
Aunque
duela admitirlo, no hay ser humano que no haya atravesado algún trauma durante
la niñez o el período prenatal. Por consiguiente, esa huella más o menos
marcada en cada uno continuará latiendo en nosotros bien guardadita en el galpón
de atrás, como lo llama un amigo, es decir, en el inconsciente, y cristalizando
nuestra vida a su alrededor, excepto si logramos atrevernos a embarquemos en el
siempre duro pero fascinante viaje hacia el pocas veces explorado territorio de
nuestra corporalidad para una vez allí o en camino hacia nuestro destino,
podamos sanar esa herida definitivamente, desmantelando de ese modo, muchos de
nuestros hábitos menos vivificantes, o en su defecto, aprender a vivir con la
cicatriz, reconociendo en ella que, después de todo, ese hecho desestabilizador
de nuestros primeros pasos es, justamente, lo que nos puede facilitar el acceso
a otros niveles de consciencia más humanos y no quedarnos en ser sólo
hombres/mujeres adormecidos en la culpa, el dolor y el miedo.
Mientras
escribo estas líneas y me pongo un ratito en la piel de Juan, el preguntón,
como habrán notado, retomo una palabra del primer párrafo. La palabra
“enfrentar”, que en ese momento la utilicé como actitud ante la adversidad y
ahora la retomo para verla de otro modo, si me permiten.
Enfrentar
implica lucha o pelea, con lo cual no hago más que aumentar una condición muy
arraigada en nuestra cultura, basada en la idea de que todo aquello ajeno a mí
y que ponga en riesgo ese que digo ser, debe ser destruido. Es más, no son
pocas las veces que aquello a lo que me enfrento no es otra cosa que a mí
mismo, pero la apariencia que ello muestra es tal, en nuestro caso la
enfermedad, que me autoengaño y acabo creyendo rotundamente que “eso” que viene
a subvertir el “orden establecido” es un enemigo que debe ser aniquilado. Lo
peor del caso es que a quien muchas veces termino borrando del mapa no es tanto
a la enfermedad como a mí mismo por no haber podido/querido VER. Ver que la
enfermedad o la lesión no son otra cosa que lo que en un plano menos evidente
que el plano físico, mente, pensamientos, ideas, emociones, no se pudo percibir
y menos aún resolver, por eso se muestra en la carne, descarnadamente, no para
que lo enfrentemos en una lucha a muerte, sino para poder acceder a una mayor y
mejor comprensión acerca de los mecanismos, muchas veces complejos, de nuestra
personalidad, que llevaron a poner sobre las tablas del escenario, que es el
cuerpo, a los actores (enfermedades y dolencias) y sus circunstancias, o sea, a
uno mismo, y el resultado de nuestras decisiones para que, una vez allí,
podamos ocuparnos de encontrar no sólo la salida o la resolución al conflicto;
también para que podamos, si nos es posible, vernos en ese espejo que somos
nosotros y lo que de nosotros fuimos construyendo, para darnos cuenta de que,
si la actitud surge de la ignorancia o la falta de consciencia constante y
mecanicista de la vida que erigimos, pues ahí está la obra para ser vivida,
actuada y comprendida, y encontrar que, del mismo modo, pero tomando una
dirección diferente, podremos crearnos de verdad, una vida digna de ser vivida
para nosotros y para los que nos rodean. En pocas palabras, no hay enemigo
alguno. La enfermedad no es otra cosa que el resultado de una serie de factores
nacidos de nuestras decisiones y circunstancias, a los cuales nos dirigimos
porque, probablemente, no supimos hacerlo de otro modo. La enfermedad, cuanto
mucho, nos completa, nos viene a decir desde el lugar menos agradable, claro,
que no nos falta nada. Que así somos, restando de esta expresión todo
determinismo fatalista, de esos que llevan a muchos a creer que la vida está
escrita y que, como hojas arrastradas por el viento, no tenemos nada que ver
con lo que nos sucede. Por el contrario, si podemos aceptarnos tal como somos,
o sea, con lo puesto, es más probable que cada uno a su tiempo y forma pueda
ocuparse de modificar lo que se pueda sin que para ello tengamos que caer en la
quietud que siempre precisa la enfermedad para hacer su derrotero y sí en la
quietud meditativa surgida de una mente lúcida.
Esa
dirección que hace a la diferencia de posibles resultados es la del amor,
respeto y cuidado hacia nosotros mismos. Ahora, ¿cómo se accede a esa
comprensión amorosa sobre nuestra vida?, preguntarán; y contesto, tomando el
camino de la propia escucha. De la escucha en el propio cuerpo, en el propio
ser, pero las herramientas o recursos a utilizar y el tiempo que dediquemos
quedará sujeto a cada uno y a su momento histórico personal, por supuesto.
Dicho esto,
propongo afrontar a enfrentar, o sea, dejar de luchar y mirar a la cara de
nuestra mismísima cara y aprender a VER, toda vez que nos sea posible, aquello
que está allí o aquí, lo escribo tocándome el corazón, y prestarle respetuosa
atención. Escuchar y ver más allá de las lágrimas, de la angustia o de los
dientes apretados de la bronca y, más que nada, SIN CULPA, pero sí con
responsabilidad por el compromiso asumido y sus consecuencias, que todo eso que llamamos nosotros está
completo, allí paradito delante de nosotros mismos, para abrazarlo con
compasión y amor, para ocuparnos de que el proceso de la enfermedad pueda
seguir el más saludable de los caminos, llevándola de la mano de la tolerancia
y, si es factible, ver a la enfermedad como un lugar para seguir aprendiendo,
creciendo y evolucionando hacia el camino que los sabios de la antigüedad
llamaron “el camino del autoconocimiento”. Autoconocimiento que bien puede
precisar de la ayuda de ese otro ser humano, de ese otro cuerpo, ese otro al
que recurrimos sabiendo que no hay un cuerpo del otro que, en muchas formas, no
sea también nuestro cuerpo.
Publicado por Claudio